Las Voces de la Memoria

Lidia Santos
Me llamo María Lidia Santos Vigil. Nací en Torola y allí estuve hasta 1980. Estuvimos doce días en Villa El Rosario, durante el operativo. Nos refugiábamos en los corredores de las casas. Muchos hombres murieron. Allí se sufrió, no andábamos ni dinero para comer. Cuando acabó el operativo, los soldados nos dijeron que podíamos regresar a Villa El Rosario cuando quisiéramos, a comprar o a vender, que ellos iban a dejar un puesto allá, que no nos iban a hacer nada… Y nos iban anotando.

A los veinte días de volver a Ojos de Agua ya no teníamos sal. Yo dije a mi mamá: «Voy a ir a Villa El Rosario, nos dijeron que no nos iban a hacer nada». Dejé a los niños y cuando llegué a Villa El Rosario vi que llevaban como a diez mujeres a la cárcel; allí quedó presa una tía mía que había ido a comprar. Como ellos nos dijeron que no nos iban a hacer nada… Las tuvieron cuatro días presas.

Un día llegó a la casa la tropa de Torola. Cuando regresé del pozo, de lavar los trastes, allá en el corredor estaban. Nos sentaron en una banca; allí estaba mi mamá y los niños, éramos ocho. Agarré a mis dos niños y empezaron a preguntarme por mi marido. En ese momento, Dios me dio palabras, porque yo era una mujer tímida, que ni hablar podía. «¿Dónde está tu marido?», me decían. «No sé, cuando yo me fui a Villa El Rosario aquí quedó, en Ojos de Agua, porque ahora aquí vivo con mi mamá», le contesté. «Tan mentirosa que sos», ¡palabras groseras que me decían! «Ustedes solo pasan moliendo aquí para los guerrilleros», nos decían. «Sí molemos, pero para estos niños, no los podemos dejar morir de hambre», les dije yo.

Con ellos andaban orejas; eran del mismo valle, andaban armados y eran los que iban señalando a la gente. Uno de ellos me preguntó: «¿Dónde está Benito?». Benito era mi papá. Yo no le hablé. «¿Y vos por qué sos tan mentirosa?» «Si me quieren creer, créanme, y si no, pues mátenme», les contesté. Me tiraron el lazo[1] y no me lacé. El soldado pegó el jalón y se fue encima de un tablero; fue vergazo el que se dio. «Mirá, gran puta, por esos niños, si no ya todas estuvieran colgadas», me dijo. Yo solo me volteé a ver si chorreaba sangre, pero no. Dejaron ir tres tiros y se fueron. A siete ahorcaron ese día. Ahí ahorcaron al hijo de un cuñado mío, de doce años.

Esa represión antes del cateo de octubre de 1980 fue tremenda, y también después. Luego ya salimos para el exilio. Se siente duro dejar a los seres queridos, pero no había otra, pues, por tal de librar la vida…

José B. García
Nací el 27 de febrero de 1937, en Torola. Éramos nueve hermanos. Nos criamos obedeciendo todo lo que mi papá y mi mamá nos mandaban. Empecé a ir a la escuela a la edad de once años, caminaba seis kilómetros para llegar a la escuela. Hice hasta cuarto grado. Luego ya comencé a trabajar en la agricultura, con mi papá, haciendo milpas y cultivando el henequén.

A los 28 años me casé. Tuvimos cuatro hijos. Todos ellos crecieron bajo nuestra responsabilidad, aprendieron a leer y escribir; tres de ellos son bachilleres. En el año 1974 empecé a conocer la organización del pueblo. Fui concienciado por medio de la Biblia. El sacerdote Miguel Ventura fue nuestro líder. Asumí el puesto de catequista, para evangelizar en los caseríos en los que vivíamos. Todavía me acuerdo de un tema que él nos enseñó: la realidad nacional.

Luego fui participante de la organización Ligas Populares 28 de Febrero y más tarde pertenecí al brazo armado, que se llamaba ERP, el Ejército Revolucionario del Pueblo. Entendimos esa lucha como una necesidad para luchar contra los regímenes de esos tiempos. Fuimos tildados de marxistas, hasta que llegó un tiempo que nos dijeron que éramos terroristas.

Al principio hicimos tomas de edificios en San Salvador. Yo estuve en una toma en el año 1979, cuando nos tomamos por catorce días el Ministerio de Trabajo. Éramos como 600 ocupantes.

Un hombre que nos ayudó a fortalecer nuestro espíritu de lucha fue monseñor Romero. Escuchábamos sus homilías los domingos y las comentábamos en colectivo. Era el que hablaba por nosotros.

En 1980 estaba como presidente de la Asamblea[2] Roberto d’Aubuisson, el asesino de monseñor Romero. Ese hombre fue el intelectual de los escuadrones de la muerte. Los llamó ORDEN, Falange, Brigada Maximiliano Hernández Martínez y Unión Guerrera Blanca.

Creo que entre 1980 y 1986 fue un momento de angustia, hasta que se equilibró un poquito la guerra. Anduve todo ese tiempo acompañando al pueblo. Por mi edad, ya tenía 43 años, me daban tareas más fáciles, pero armado siempre. Dejé a mi familia en el refugio de Colomoncagua. Yo me quedé aquí, acompañando la lucha revolucionaria. Había días en los que se comía, días en los que no; noches en las que se dormía, noches en las que no… Fue una represión tremenda del Ejército. Ya no había respeto a los derechos humanos. Pasamos operativos grandes, como el Torola IV, el de «tierra arrasada», el «Yunque y Martillo»…, días en guinda[3] y días al tope.

En 1984 fui a alfabetizar por varias comunidades. Alfabeticé desde 1984 hasta 1986. Solo se enseñaba lenguaje y matemáticas. La mayor parte de los compas eran analfabetos, no sabían leer ni escribir. A mí me daban grupos de 20 o 25 compas y en 22 días les tenía que enseñar a leer, escribir y conocer los números.

Nunca deserté, siempre cumplía con las tareas, pero quedé algo mal de la vista y el oído porque cayeron cerca de mí las bombas que tiraban desde los aviones.

No logramos todo lo que se esperaba con la guerra, igual que en Nicaragua, pero sí hubo cambios que se vieron después de los Acuerdos de Paz. Desaparecieron algunos cuerpos represivos: la Guardia Nacional, la Policía de Hacienda, las patrullas cantonales… Se lograron oportunidades para la juventud de hoy. Varios de los hijos de los compas que anduvimos aquí hoy son profesionales. Pero no estamos bien con el sistema de gobierno que tenemos, aunque pensamos ya políticamente y no militarmente.

Severiano Fuentes
Nací el 20 de abril de 1961. Cuando tenía ocho años estalló la Guerra de las Cien Horas, la famosa «guerra del fútbol». Veía volar los aviones de combate del Ejército salvadoreño que incursionaban en territorio hondureño. Mi papá era un campesino analfabeto, no sabía leer ni escribir. Murió el 28 de enero de 1975, cuando yo tenía catorce años. Había tenido una vida bastante dura en el campo, en medio de la pobreza y una situación bastante marginada. No había muchos espacios para el desarrollo cultural de la gente.

Cuando él falleció, dejé de estudiar y me fui a trabajar a las fincas de los hacendados. Ahí fue donde tuve contacto con la realidad de la explotación de los que menos tienen. Nos pagaban salarios bien miserables y nos explotaban mucho. Trabajé en las fincas cafetaleras, en las fincas algodoneras, en la construcción, etc. Ahí empecé a tener contacto con personalidades que dirigían sindicatos que luchaban por la reivindicación del derecho laboral, los salarios justos y los derechos a prestaciones. En ese ambiente fui adquiriendo un poco la conciencia social, iba teniendo claridad del tipo de sociedad que teníamos: una sociedad excluyente, que margina, expoliadora de la mano de obra barata…

Después de 1975 fueron pasando acontecimientos ya más radicales; los estudiantes universitarios se manifestaban en las calles de San Salvador exigiendo derechos que se les negaba a la mayoría del pueblo salvadoreño. El coronel que era el presidente de la República, Arturo Armando Molina, ordenó una masacre el 30 de julio de 1975 en la que murieron muchos estudiantes.

En 1977 se fue profundizando más la lucha de los estudiantes y los sindicatos. En 1978 ya se empezó a dar la persecución más recia hacia esos sectores organizados y comenzaron el secuestro y el desaparecimiento de líderes estudiantiles y sindicales.

En ese entonces yo sí estaba dispuesto a colaborar con ellos. Era un muchacho tímido que tenía miedo a la violencia estatal, porque ya las estructuras del gobierno estaban en función de la represión y del crimen organizado. Estaban cobrando fuerza las organizaciones paramilitares como ORDEN, que estaba dentro de la Guardia Nacional. Eran grandes especialistas en hacer asesinatos selectivos. Tuve la oportunidad de ver muchos asesinatos en las carreteras, en la periferia de la ciudad, gente mutilada que tiraban a los ríos y lagos…

Ya en 1979 tenía una conciencia más definida y estaba dispuesto a estar en el movimiento. Lo hacía de forma clandestina, como repartir volantes donde se informaba de lo que estaba pasando. Yo me fui a vivir a San Salvador. De noche pasaban los guardias vestidos de civil, chequeando los números de las casas. En 1980 tuvimos un problema bien serio: en la colonia capturaron a muchos jóvenes y esa misma noche los asesinaron. A mí también me capturaron ese día, pero fui uno de los que sobrevivió. Cuando estaban asesinando a los demás, me escapé. Me dispararon, pero, por suerte, no me pegaron.

Dos días después abandoné la capital y me vine donde mi mamá, en Morazán. En un retén, llegando a San Francisco Gotera, nos bajaron del bus y nos tuvieron tendidos en el pavimento caliente. Recuerdo como algunos de los soldados comandos caminaban sobre nuestros cuerpos como que si fuésemos peldaños y se paraban encima de nosotros. Iban muy bien armados, con fusiles de asalto; una forma intimidatoria.

La represión sí me obligó a tomar en serio la organización. Ya sentía una necesidad de refugiarme donde estaba la gente más organizada.

Algo que me marcó muy fuerte fueron todos los asesinatos que pasaban en las calles de San Salvador; eso me dio fuerza para tomar una decisión seria. Me confesé con un cura. Me dijo que si iba a luchar al lado de los pobres, creía que podía ser perdonado, pero que si luchaba en contra de los pobres, de antemano era ya maldita mi decisión.

Gabriela Hernández
Me llamo Gabriela Hernández y nací en El Progreso, en Torola, hace 58 años. Mi familia era pobre, vivíamos de la agricultura y muy poca gente tenía su ganadito. En 1979 empezamos a asistir a las catequesis. Llegaban catequistas a darnos algunas lecturas y a hacernos descubrir la injusticia social que estábamos viviendo. Y luego bajaba el padre Miguel Ventura al cantón y ahí empezábamos ya a organizarnos y a seguir descubriendo la situación que estábamos viviendo, pues eso no era lo que Dios quería, ya que nos infundían que si estábamos así pobres era porque Dios lo quería, pero la verdad no era esa.

La gente se fue organizando. Hacíamos milpas juntos; un día íbamos a trabajar con uno y al día siguiente con otro, y así sacábamos las cosechas de mescal. Eso no gustó a los capitalistas y empezó ya la represión. A finales de 1979 ya empezaron a hacer capturas de catequistas; luego, en 1980, mataron a algunos catequistas. Toda esa represión nos iba dando más ánimos, porque Dios estaba con nosotros, pero la verdad es que también sentíamos un gran temor. Empezaron a saquear los cantones buscando los papeles que tenía la gente, pero como la organización empezaba a ser un poco fuerte ya lo orientaban a uno para que no tuviera papeles dentro de la casa que lo comprometieran, porque hasta el Nuevo Testamento, la Biblia, estaba prohibido en ese tiempo, ni eso podía tener uno.

Luego, en julio, empezaron a morterear desde el pueblo de San Isidro. Venían por tierra la policía de Torola, los paramilitares…, por todos lados, ya no hallábamos para dónde ir. Nos dijeron que íbamos a salir para Villa El Rosario porque venían 17.000 soldados y que nadie se iba a librar.

Yo entonces tenía cinco hijos. Ya el grandecito se me iba a andar a los campamentos de los guerrilleros; tenía once años y ya no lo podía detener. Había un campamento cerca y un día, antesito de irnos para Villa El Rosario, en septiembre de 1980, mientras estaba sentada desayunando oí la gran explosión, sentí que me levantó para arriba. Me fui a ver. Cuanto más cerca, más sentía los gritos. Me dio temor, porque pensaba que era la policía, pero llegué y era que habían explotado 60 bombas de contacto; se había derrumbado una pared y un niño había resultado herido y otro muerto. Mi niño estaba herido también y yo me puse a llorar. Él me dijo: «Mami, no llore, que más me acaba de joder, váyase hacia la casa». Cuando fuimos hacia Villa El Rosario, él aún no andaba curado, así que vino conmigo.

La misma noche en que llegamos a Villa El Rosario llegaron también los guerrilleros, hicieron una reunión y nos dijeron que no saliéramos, que allí mismo nos mantuviéramos. A los tres días llegaron los soldados. Eso era como un hormiguero, por todos lados negreaban a los soldados. Mi niño agarró la cobijita, la dobló y se fue. «Por esto me van a matar», me dijo. Yo me quedé rezando. Se quedó los diecisiete días en una quebradita cerca de Villa El Rosario; solo agua tomó.

Los soldados nos ordenaron formar una fila de mujeres, una fila de niños y una fila de hombres. Ellos tenían unos libros, iban sacando el documento de los hombres y a los que aparecían en el libro los iban apartando. A algunas de las mujeres también las apartaron. A los demás nos despacharon ya en la noche, nos dijeron que nos encerráramos y que no fuéramos a salir. Pero cuando se hacía oscuro se oían los balazos y los gritos, porque ahí mataron a gente.

Mi hijo anduvo todo el tiempo en la guerra. Lo capturaron en 1987, estuvo un año preso en las cárceles clandestinas de San Miguel y de ahí lo sacó el Comité de Madres de Presos Políticos. Terminó de comando urbano en San Salvador y hoy vive conmigo. Es policía.

En la guerra, yo perdí al papá de mis primeros hijos, que murió en 1982, y a mi hermano, que murió en 1981 en Villa El Rosario, donde lo quemaron vivo. Nosotros ya estábamos en Honduras, en Colomoncagua.

María Cesárea Portilla
Nací en Agua Zarca (Torola). Ya en 1979 empezamos a organizarnos. Había unas personas que llegaban siempre a explicarnos la situación del país, el porqué y el cómo, muchas cosas que nosotros no sabíamos. Nos reuníamos con los catequistas y después nosotros íbamos con la otra parte de la comunidad, con los que no habían podido reunirse con ellos, y les explicábamos la situación. Entre nosotros nos hacíamos preguntas, como una reflexión sobre lo que estaba pasando y por qué pasaba… Pero al poco tiempo a nosotros ya nos perseguían por ir explicando todo eso, aunque era más la gente que estaba de acuerdo con nosotros y menos la que no estaba de acuerdo.

En 1980 ya era bien serio, porque desde 1979 ya no dormíamos en nuestras casas. Dormíamos afuera, porque el que dormía en las casas ya no amanecía vivo. Había a quien lo andaban vigilando y de ahí ya aparecía muerto. Donde era oscurito, allí nos salíamos a dormir, en el monte.

En ese tiempo ya no había ningún hombre allí, ya ellos se habían salido y solo habíamos quedado las mujeres con los niños. Nosotras no hallábamos qué hacer para dar de comer a los niños.

La gente de allí cerquita hacía milpa todos juntos; cuando había hombres se ayudaban unos a otros y hacían un poco de milpa. La cosecha se recogía junta y se administraba junta, pues. Hasta que los hombres tuvieron que ir a esconderse.

En octubre de 1980, alguien decidió que teníamos que salir de las casas y olvidarnos por completo de ese lugar y que debíamos irnos a Villa El Rosario. Llegó el 1 de octubre y dijeron que ningún hombre se podía quedar allí, ni niños, ni ancianos. Cuando estábamos en Villa El Rosario, de repente un día estábamos rodeados. Todas las calles del pueblo se llenaron como si de hormigas se tratara, todo el Ejército.

El esposo mío no pudo salir. Ahí lo agarraron frente a nosotros. Y también a varios como él, a bastantes. Andaban pitas, para amarrarlos a la espalda. A mí me mandaron a buscar pitas, pero yo no quise ir. Los niños se agarraron al pantalón del papá. A los hombres los tiraron al suelo boca abajo y les dispararon, pero no les pegaban. Después les dijeron que se levantaran y se los llevaron. Muchos murieron.

Cada noche venían a buscar hombres y se los llevaban. No lo veíamos, pero se oía que la gente gritaba y lloraba. No se supo dónde quedó mi esposo porque decían que hacían una fosa y allá los echaban a todos. Un hermano mío también murió en el operativo; el Ejército lo mandó sacar.

Yo en ese tiempo andaba embarazada de mi niña, ya estaba por dar a luz. Desde el helicóptero que llevaba la comida a los soldados también se daba comida a los niños. Pero mi hijo me decía que él no recogía esa comida porque eran ellos los que se habían llevado a su papá.

Estuvimos quince días en Villa El Rosario. Regresamos al lugar donde vivíamos, pero ya no había casas. Al poco nos avisaron de que teníamos que salir para el exilio.

Vicenta Hernández

Tengo 76 años y nací el 24 de enero de 1942 en el cantón Agua Zarca, en Torola (Morazán). Soy madre de dos hijos caídos. El primero se llamaba Carlos de Jesús García, y el segundo, José Emilio García. También cayó mi esposo, en Villa El Rosario, el 16 de octubre de 1980. Sabemos que ellos entregaron su vida por el cambio de nuestro país, porque había muchas injusticias que no favorecían a los más pobres. Nuestro gran delito era ser pobres. El gobierno salvadoreño y la Fuerza Armada mataban a la gente con balas y mortero y con la aviación, y la ahorcaban y hasta la quemaban.

Trabajaban en colectivo las milpas, y cuando estaba la cosecha, se compartía. El maguey lo trabajaban tres juntos, y ese fue el delito para el gobierno: el trabajar juntos. Ellos querían que fuéramos a las algodoneras o a la corta de caña, pero si la gente estaba organizada, ya no iban a ir allí. Ese era el enojo de ellos.

Todo el año 1980 fue de gran sufrimiento para nosotros. Cuando monseñor Romero murió, nosotros ya andábamos durmiendo fuera de las casas. Nos pusimos más tristes y nos preguntábamos qué iban a hacer con nosotros, después de lo de monseñor. También el 25 de abril de 1980 cayó un hermano mío. Era catequista, se llamaba José Hernández.

El 1 de octubre de 1980, como a las seis de la tarde, salimos para Villa El Rosario con un grupito de niños que iban quedando huérfanos por el camino, a causa de las masacres que hacía la Fuerza Armada, y muchos enfermos que no podíamos llevar y que no podían caminar, y allí murieron, en el camino.

Llegamos a las ocho de la noche. El 7 de octubre llegó el operativo. Había helicópteros sobrevolando, morteros…, mucha gente fracasó. Sacaron a toda la gente a la plaza, frente a la iglesia. Apartaron a los hombres y a las mujeres. Los mandos nos dijeron que, hasta que recibieran la orden, ahí teníamos que estar encerrados. Adonde quiera que fuéramos, solo militares se veían. Solo verdeaba de militares.

El día 14 de octubre nos dijeron que ya nos podíamos ir. Eran las cuatro de la tarde, había una gran tormenta y el río estaba creciendo. Yo andaba como diez niños y tuve que hacer diez viajes para pasar el río. Al día siguiente venían los soldados por detrás matando a la gente.

Cuando llegamos a nuestras casas, en El Tule, ya no había ni lugar donde dormir. Todo estaba quemado, los animales muertos… Nos quedamos en una montañita donde nadie nos miraba.

El 20 de noviembre hicieron una gran masacre en El Tule. Allí estaba refugiada mucha gente de los mismos que habían venido de Villa El Rosario. Mataron a niños y ancianos que estaban ahí escondidos. Las mujeres murieron chineando[4] a los niños y los ancianos con una cuma[5] en la cabeza. Alguien dijo que había allí treinta guerrilleros, pero no había ninguno, solo era gente indefensa. Al final dieron con el informante y lo mataron.

Ana Romero

Nací en Villa El Rosario el 8 de diciembre de 1951. Se puede decir que mi infancia no fue mucho de juguetes, no tuve ni una muñeca, solo fue trabajo en casa; éramos muchos hermanos y nos tocó pesado en el trabajo de la casa. A los siete años inicié la primaria hasta sexto grado. Después me quedé ayudando a mi mamá en los trabajos del hogar, como unos cinco o seis años. Pero mi mamá me dijo: «No quiero que te quedes aquí como yo, quemándote las pestañas encima de una hornilla». Fui a estudiar dos años corte y confección a San Salvador.

Cuando regresé de allá, inicié el tercer ciclo en El Rosario. Ya era mayor de edad. De ahí continuamos con el bachillerato, pero ya en San Salvador, aunque con dificultades porque éramos varios en la familia. El último año de bachillerato, que fue en 1978, ya se rumoraban muchas cosas en San Salvador. Cuando íbamos al colegio encontrábamos las posas de sangre en el parque Libertad o tal vez las autoridades nos desviaban por otra calle y nos decían: «Por aquí no pueden pasar». Veíamos las tanquetas, veíamos las pipas de agua que tal vez estaban lavando. Pero yo ignoraba todo eso. Lo que le gustaba mucho a mi hermana Evelin era ir a escuchar las homilías de monseñor Romero. Íbamos los domingos a catedral, no alcanzaban los asientos para tanta gente. ¡A ese señor sí se le aplaudía! Sus discursos eran bien claros, por eso lo mataron.

En 1979 entré a estudiar el profesorado. Eran tres años de práctica y estudio a la vez. A mí me enviaron para el cantón El Progreso, en Torola. En 1980 ya no pude ir allí a trabajar, ya mucha gente había salido y las mujeres estaban solas con sus hijos. Me presenté a la Departamental a explicar cómo estaba la situación, pero los jefes no me creían. Yo los invitaba a venir a verlo, pero no quisieron.

En 1981 tuve que quedarme en mi pueblo a trabajar, pero solo por unos pocos meses. En abril se puso bien fea la situación.

El 7 de octubre de 1980 salíamos de la procesión de la Virgen del Rosario y vimos aquella gran multitud de gente que iba entrando por todos los lados a nuestra comunidad. Nos reunimos rápido todos los jóvenes para ver qué se hacía con esta gente. Los alojamos en el templo, en la capilla, en casas vacías, etc.; otros se quedaron en corredores porque no cabían. La mayoría eran mujeres y niños. Lo más complicado para nosotros fue la alimentación. Tuvimos que salir casa por casa a pedir que nos regalaran maíz, frijoles o víveres para poder darles algo. Aquí, en casa de mis padres, cocinábamos. Lo más difícil fue al final, cuando ya los víveres se nos agotaban. Ellos se fortalecían con la palabra de Dios; a veces pedían que mejor que se les fuera a leer la palabra de Dios en lugar de darles tortilla. Al final ya solo les podíamos dar la mitad de la tortilla; del terrón de cuajada hacíamos tres o cuatro partes, y, por último, solo con sal. Se formaban grandes colas en la calle frente a la casa de mi papá.

A Mena Sandoval lo conocí cuando vino a la casa. Estábamos torteando y los soldados nos dijeron: «Todos afuera con las cédulas en mano». Nosotros nos preocupamos. La gente ya estaba en la calle, haciendo unas grandes filas, y a todos nos decomisaron las cédulas. A mi papá lo sacaron de la fila y lo trajeron para la casa. Mena Sandoval le preguntó qué era lo que estaba pasando en la casa. Mi papá empezó a decirles que estaban cometiendo una injusticia con el pueblo, si es que nos iban a matar a todos. Les dijo que todos los que habían sacado a las calles eran gente inocente, que allí no había ningún guerrillero. Por todo lo que mi papá le explicó, Mena ordenó que todos se fueran para sus casas.

Después, Mena Sandoval entró en el templo y cuando salió le dije: «Si ustedes entran en el templo, se van a convertir en guerrilleros y se van a dar cuenta de por qué lucha esta gente». Quizás fue aquí donde él se convirtió.

Los oficiales se alojaron en nuestra casa. Mi hermana Evelin enfrentaba la situación y Mena Sandoval le preguntó qué necesidades teníamos. Ella le dijo que ya no teníamos víveres y fue entonces cuando él pidió alimentación para toda esta gente. Les mandaron víveres por helicóptero. Después de eso dijeron que la gente ya podía irse a sus lugares de origen. Pero la gente preguntaba adónde iban a ir si les habían quemado sus casas. Mucha gente se fue, pero la Guardia Nacional de Torola los visitaba y les botaba todo. La gente regresaba y nos contaba qué hacía la Guardia Nacional.

La Guardia Nacional ya había hecho antes una masacre en Villa El Rosario, el 20 de enero de 1980, en la que murieron muchas personas, un hecho que también ha quedado impune. Fue como a las cinco o las seis de la mañana. Mi papá había dado una casita como a unas siete u ocho personas de El Progreso para que fueran a vivir ahí y a todas las asesinaron en el patio de la casita. Hasta las moneditas que tenían en bolsitas plásticas les habían quitado. Cerca de la escuela también mataron a un compadre mío. En Los Coyolitos mataron a una mamá y a tres hijos; los hicieron picadillo. Era gente inocente y muy humilde que no se metía en nada. Supuestamente, los orejas ponían el dedo por enemistades.

Marcela Vigil
Yo tuve ocho hijos, pero solo viven cuatro. A un hijo mío lo mataron al empezar la guerra. Los otros murieron cuando eran chiquitos, se pusieron enfermos.

Llegamos a Villa El Rosario a principios de octubre. Iba con mi esposo y mis hijos. Éramos bastante gente y nos alojamos en una casita de Villa El Rosario. Pero la dueña de la casa no quería que estuviéramos allí. Tenía miedo de que la agarraran a ella por tener a tanta gente.

La siguiente noche dormimos en el cabildo, en el corredor. Éramos bastantes y al día siguiente nos fuimos a dormir a la iglesia. Estaba llena de gente también. Comprábamos la comida, las tortillas. Hacíamos oraciones, rezábamos el rosario y le pedíamos a Dios que los soldados no fueran tan crueles y no estuvieran tan enojados. Decían que iban a hacer una gran quemazón.

Cuando llegaron los soldados, vinieron a sacar a los hombres. Por las noches se oían tirazones. Abrieron la iglesia, pero prácticamente solo había mujeres; mujeres, ancianos y niños que lloraban y lloraban. A mi papá y a mi esposo también los sacaron. Hicieron una gran fila de hombres, a todos los tenían alineados.

Después de eso, los soldados nos dieron una comida que les había enviado la Fuerza Armada. Quizás ellos se compadecieron de tanto niño. A todos nos dieron una ración. Ese día compraron ellos la comida y la que les mandaron a ellos la repartieron entre toda la gente.

A los ocho días, nos mandaron para casa. Nos dijeron que no nos iba a pasar nada.

Como a los ocho días, volvió a bajar la policía de Torola a la casa. Yo acababa de venir de dejarle tortillas al papá de los niños míos. Uno de mis sobrinos quiso ir con su papá; yo le decía que no se fuera, que estaba todo cercado por la policía, pero también tenía a otras dos hijas y por detener a una y detener a otra, no pude detenerlo. Al ratito, mataron al niño. Lo encontraron en un pocito y le dijeron que se parara allí. Pero él dijo que no se paraba y volvió de regreso a la carrera. Allí le dispararon. Yo lo vi vivo todavía.

Y llegaron a la casa. Eran como las nueve de la mañana. «¿Y tu marido?», me preguntaron. «En Villa El Rosario se quedó», contesté. Un policía me preguntó si una de las muchachas era mi hija. «Pues esta me la llevo», dijo. «No, no se vale, ella se queda aquí. ¿Qué va a ir a hacer a Torola?», le contesté. «Esta va a trabajar con la hija mía», me contestó. «¿Y a este niño lo va a dejar llorando? ¡Que este niño es de ella!», le dije. «¡Ah! Pues si no se vale, le vamos a poner la pita».[6] Me sacaron afuera y yo pensaba que la iban a ahorcar. Ella no dejaba de llorar y llorar, y le pusieron el lazo.[7]

Al final se fueron. Soltaron a la muchacha y la dejaron. Se llevaron dos gallinas.

Marta Beatriz Hernández

Mi nombre es Marta Beatriz Hernández y nací en el cantón El Progreso, en Torola.

Ya en 1972, mi hermano Pablo me dijo que tenía que organizarme porque teníamos que derrocar a la dictadura, porque estábamos muy mal. Mi sobrino Moisés empezó a organizar a la gente del cantón clandestinamente. La mayoría de la familia Hernández nos movilizamos. Estaban planeando una ley por la cual ya no podíamos tocar ni los árboles; cuando alguien botaba una rama grande de un árbol, tenía que ser sacado, capturado y multado. Por eso nos organizamos y empezamos en la lucha.

Unos tenían que estudiar la Biblia, de principio a fin, y se iban concienciando a través de las lecturas bíblicas. Luego fueron estudiando la teología de la liberación. Entonces llegó un señor que nos fue orientando a partir de la Biblia; con él tuvimos mucha participación. Se llama Miguel Ventura, él nos acompañó.

La casa en la que yo vivía era una casa preparada para participar. Allí teníamos una matatada de bombas de contacto, que hacíamos allí. Un muchacho me preguntó: «¿Son naranjas peladas, o qué?». Era un lugar muy solo y se hacían muchos trabajos: se hacía propaganda; se hacían bombas molotov; la gente se preparaba para hacer las actividades en los pueblos; se formaba a los jóvenes, hembras y varones; se trabajaba en las fosas antiaéreas por si llegaban los morteros de lejos para meter a los niños y los ancianos. Llegaban por la noche, a las seis de la noche, y se ponían a trabajar.

En nuestro cantón, todas las familias estaban organizadas. Cuando nos dijeron que teníamos que ir a Villa El Rosario, nos fuimos todos. Nadie se quedaba; el que se quedaba, moría.

Yolanda García
Nací en el cantón El Progreso, en Torola. Mi familia se dedicaba a la agricultura. Éramos siete hermanos y, de esos, solo quedamos cinco, porque dos se organizaron y cayeron en la guerra. Vivíamos un poco bien; mi papá cultivaba maíz, frijoles… Teníamos gallinas y dos vaquitas. Yo fui tres años a la escuela. La gente de antes casi no estudiaba, se dedicaba a la agricultura. Los papás de uno lo llevaban a trabajar; a la escuela se iba si había tiempo.

La gente se empezó a organizar. Hacían unas reuniones con unos catequistas que venían. A esas reuniones iba el padre Miguel Ventura. Mi papá sí iba a esas reuniones. Él decía que ya no podríamos vivir bien porque la situación ya no estaba normal. Los catequistas concienciaban a la gente de que había necesidad de organizarse en grupo para un cambio.

Al tiempito de ir a esas reuniones hicieron una milpa entre bastantes hombres, se organizaron y todos iban a trabajar. Hicieron una frijolera y también iban todos. Desde ese tiempo, se unían todos para trabajar. Pero eso fue poco tiempo, porque ya fuimos perseguidos por los soldados, ya no se podía ni trabajar. También había unos hombres de civil que eran peor que un soldado armado, porque aquella gente lo conocía a uno, le ponía el dedo y venía un soldado o un guardia y lo mataba. A aquella gente la llamaban orejas, eran los de las patrullas de paramilitares.

A mi papá lo conocían, sabían que estaba organizado y él ya no iba al pueblo. A todo aquel al que le ponían el dedo, lo mataban. Por eso, nosotros ya no podíamos ni vivir en las casas. Los soldados nos iban persiguiendo porque decían que nos reuníamos con los catequistas. Nos salimos de la casa un tiempo y nos fuimos a otras casas. Los soldados quemaron todas las casas cuando la gente no estaba; y si hubiera estado, igualmente hubieran quemado las casas con la gente dentro.

Yo en ese tiempo ya me había casado, tenía dos niñas. Mi esposo también se había ido con la guerrilla.

El operativo llegó a Villa El Rosario el 7 de octubre. Nosotros bien nos acordamos que al mediodía empezó a llover y, debajo de la tormenta, íbamos con la guerrilla. Los morteros caían cerquita de donde uno estaba. El río ya estaba creciendo; había unos hombres deteniendo a la gente por si se iban hacia abajo.

Llegó un gran gentío por todos los lados. Llevaron a toda la gente a la plaza, hicieron toda una fila de mujeres y otra de hombres. De la fila de hombres sacaron a unos y los pusieron presos. En la primera noche mataron a varios, entre ellos al comandante local y sus hijos. Ya no los volvimos a ver.

La más pequeña de las niñas se me enfermó. La andaba como si estuviera muerta, tenía una gran fiebre. La niña suspiraba, y por eso veía yo que todavía estaba viva. Un sargento me dijo que fuera a un hospitalito que habían hecho para pasar consulta a la gente de allí. Me decían que no se podía hacer nada y que la iban a llevar en avión a Santa Ana. Pero yo tenía miedo. Yo sabía que con los guerrilleros andaba un señor que era buenísimo para curar a la gente. Pero, ¿cómo me salía de ahí si había un montón de soldados para ir a buscar a un guerrillero? Le dije al encargado de los soldados que iba a ir al monte a por unas hierbas para la niña. El hombre me contestó que me daba permiso pero que dos soldados andarían conmigo. Yo le dije que sola iba a ir. Al final me vine con otra señora, quien dijo que era tía de la niña. Nos fuimos a buscar los guerrilleros, pero no había ni uno. Estuvimos dos días, pero al final el guerrillero me la curó.

María Dorotea Sorto Ramos
Me llamo María Dorotea Sorto Ramos y tengo 78 años. Me casé con veinte años y he tenido ocho hijos, trabajando con maguey;[8] de eso vivíamos. Cuatro hijos murieron tiernos, hasta de dos años. Me quedaron cuatro.

Ya de muy jovencitos se iban a pasear, a parrandear, decían ellos. Ya venían de noche y yo les preguntaba qué hacían parrandeando. «Con las novias estamos», me decían. Al final me contaron que ellos se estaban organizando. «Va a haber guerra. Va a haber una liberación porque hay mucha injusticia», me dijeron. «Pero, mirá, yo no quisiera porque en Nicaragua, en Cuba y en otros países se han liberado y siempre están en guerra», le dije. «Sí, mamá, pero en El Salvador va a costar y va a durar, pero no va a ser como en otros países, va a quedar mejor», me contestaban. «Pero yo no quisiera porque si ustedes mueren, solita voy a andar yo otra vez», les decía. «Unos van a morir y otros van a quedar», me contestaban. […]

La noche en que llegamos a Villa El Rosario no dormimos. Había una gran llorazón de niños y desesperaba la gran bulla. En ese tiempo, los compas se fueron a pasar de la calle negra para La Guacamaya. Unos pasaron y otros se regresaron porque separaron a toda la gente. Allí quedaron un montón de hombres enfermos. El esposo mío no se pudo pasar, él me fue a dejar a Villa El Rosario. Se fue a traerme algo de comida. Los compas estaban preparándose para salir y dejar todo vacío. Unos pocos pasaron, pero los enfermos que llevaban ahí quedaron. Los soldados estaban en Torola, esperando a ver qué oían o si la gente pasaba para allá. Abrieron fuego y quedó un montón de gente al otro lado de la calle negra. Yo quedé esperando a mi esposo en Villa El Rosario, pero nunca llegó. Un sobrino mío me dijo que mi esposo logró pasar al otro lado de La Guacamaya.

Pero un hijo mío sí murió en la huída de la calle negra, en 1980. ¡A saber dónde quedó! Después de llegar a Honduras, consiguieron pasar al otro hijo mío. Al tiempo llegó una muchacha embarazada de él y tuvo dos niños de él. Ellos son los que están conmigo, son los únicos que me quedaron porque mi hijo murió en 1987.

Recién ida yo a Honduras, el muchachito de trece años que andaba conmigo se vino otra vez a El Salvador. Murió en 1988. El único hijo que me quedó se vino de bien joven a San Salvador. Es el único hijo que tengo, más los dos nietos que me dejó el otro. Yo los crecí desde tiernitos. Ellos son la esperanza.

Yo le pido al Señor que me dé años para ver una sociedad nueva, diferente, en la que haya justicia, paz y libertad, porque por eso murieron tantas personas. Y uno tiene la fe, la esperanza y la confianza en ello.

Carmen Reinelda

Me llamo María Carmen Reinelda Hernández, tres nombres me puso mi papá.

Yo no me daba cuenta de lo que pasaba, pero mi hijo salía y salía y no me decía para dónde. Yo le preguntaba y él decía que venía de Conchagua, de ver si había ganado bueno para comprar, pero era mentira. Mi hijo andaba con un sobrino mío, Moisés, y él me decía: «Viene una guerra, ya no queremos estar bajo la bota del Imperio». Mi hijo también me decía: «Vamos a luchar, no importa morir. Esta vida es única pero es prestada para el día en que vayamos a morir por la justicia». Y yo le decía «está bien», porque yo nunca le podía decir que no. Yo era muy bíblica, como mi papá, y por eso le decía que está bien entregar la vida por la justicia.

Mi hijo salía a hacer viajes pero no me decía adónde. «Pero, mamá, las comidas que comemos por ahí no son iguales a las que hace usted», me decía. Más tarde ya me dijo: «Mamá, estamos en una guerra ya. Sepa que en esas manifestaciones que está yendo usted más o menos se dará cuenta del porqué». Yo iba a manifestaciones con los menores, en San Miguel; a varias fui, ya no recuerdo a cuántas. Los menores estaban tan adaptados que cuando llegaba la hora de salir ya estaban a tono, venga a gritar.

Los compas iban iluminando e iluminando a mi hijo y ya una no tenía vida buena: que si solo por el monte, que si solo por los cerros… Pero, mirando a los niños, una decía «está todo bien» y ya por último se adaptaba a la situación.

Ya todos estábamos organizados. Mi sobrino me decía: «Usted va a hacer tantas raciones; tal día va a venir un grupo de señores con los que vamos a ir a... una excursión». Ya sabía yo a qué camino llevaba eso. No recuerdo la fecha, mi hijo me dijo: «Mamá, van a salir para un exilio, para Villa El Rosario, pero como así de paso». Así fue como salimos para Villa El Rosario, porque ya no lo soportábamos.

Al llegar allá estuvimos en la casa de una señora, María Granado. Era sencilla y las niñas estaban desnutridas. Luego llamaron a toda la gente a la calle. «Esta será la última, si Dios no lo impide», pensé yo, «y si no, no le debemos la vida a nadie, sino a un Dios verdadero que nos ha regalado la vida y hasta aquí, pues hágase su voluntad». Pusieron a la gente en columna y nosotros pensábamos que tal vez ya íbamos a morir, pero no, por la gracia de Dios, no.

Como a los tres días llamaron los soldados que nos iban a brindar su provisión. Llegamos con los niños muy enfermos; no teníamos nada. Ellos tenían naranjas, mangos..., y una iba con aquel recelo de si sería buena la comida, pero, bueno, en nombre de Dios la recibíamos. De ahí salimos a los cantones, de regreso.

Cuando salimos para Villa El Rosario andábamos haciendo trabajos de cartas y no hallábamos para dónde. En Villa El Rosario nos llegó el aviso de que teníamos que salir. Nosotros fuimos de los primeros grupos en llegar a Colomoncagua, el 3 de diciembre. Íbamos en etapitas, dábamos tres o cuatro pasos y decían: «Hay problemas, hay que parar». ¡Tremenda cantidad de gente!

Al día siguiente de llegar a Colomoncagua llegaron los soldados. «Y usted, ¿qué piensa?», me preguntaron, «¿no piensa salir?». «Fíjese que ahora solo pienso en calentar esta tortilla porque tengo hambre», le dije.

En Colomoncagua solo nos daban un bocadito a las once de la mañana, pero se lo dábamos a los niños y nosotros nos quedábamos sin comer. No había nada que comprar. Estuvimos un par de días en que solo daban una sardina de esas de lata y una cuarta parte de una tortilla por persona, así hasta las once de la noche.

Otoniel Orellana

Antes del conflicto, nuestro patrimonio era la agricultura y el henequén. Yo me crié con mis abuelos y, más que nada, el trabajo nuestro era el campo. Antes de 1980, uno ya tenía más o menos contacto y relación con los procesos que venían. Había reuniones con compañeros que estaban en la organización; prácticamente el proceso surgió con los catequistas.

En 1980 ya fue otra cosa, con la agresión a muchas comunidades, porque el proceso de organización empezaba a expandirse en muchos lugares de la zona norte. Ya el Ejército empezó a acudir a los lugares y a sacar a la gente.

Nosotros, como miembros de la comunidad de Villa El Rosario, nunca estuvimos de acuerdo con la Guardia Nacional ni con la Policía de Hacienda. No estábamos de acuerdo por su forma, por su carácter, por su manera de ser. Pienso yo que la seguridad del Estado es aquella que le va a dar confianza al civil y en ese tiempo ser joven era ser guerrillero; yo no podía andar peludo o con ciertos pantalones, porque ya era guerrillero.

Desde los puestos de policía de Jocoaitique y Torola acudían a los cantones. No fue fácil. Cuando ellos advirtieron que la organización seguía avanzando, tomaron la decisión del operativo. Los compañeros se dieron cuenta y empezaron a concentrarse; aquí vino la gente de todos los caseríos. Ellos bajaban a los cantones y empezaban a incendiar casas, cultivos, todo. Sabían que allí sobrevivía el proceso que había empezado a nacer.

Al llegar aquí, los compañeros se dieron cuenta de que había un cerco en lo que nosotros llamábamos la calle negra. Estaba llenísimo de tropas cuando ya estaba aquí la concentración de gente. Jamás nosotros pensamos haber tenido tanta cantidad de personas, quizás había, como mínimo, unas 5.000 almas, entre ancianos, niños, mujeres, muchas embarazadas…

Gracias a Dios nosotros estábamos preparados. Digo preparados porque habíamos cultivado maíz. Cuando esta gente entró empezamos a formar equipos de nuestra comunidad y empezamos a recoger maíz, frijoles, arroz, sal… Así pasamos como unos quince días.

El Ejército tenía la información de que aquí había una gran cantidad de guerrilleros, pero, gracias a Dios, quien venía al frente del operativo era el capitán Mena Sandoval. Realmente nos sorprendió. Había una muchacha que trabajaba para un coronel que me dijo: «Rezá por tu familia, porque hay una orden de que en Villa El Rosario no quede ni un perro».

Al final, gracias a Dios, vino el capitán Mena Sandoval, una persona más o menos consciente, con principios. Yo recuerdo que, cuando ellos entraron acá, alguien decía: «Mi capitán, ¿qué pasó con la orden?, mi capitán, ¿qué pasó con la orden?».

Ignacio de Jesús García y Elvira Sánchez

Ignacio
En 1970 empezamos a reunirnos clandestinamente. Siempre llegaban el padre Miguel y los catequistas. Hablábamos del evangelio, pero también de política. Ya estábamos en una situación en que no teníamos nada. En este tiempo, hasta cortar un palito era cosa prohibida. Trabajamos juntos la milpa, tres años estuvimos trabajando así. Cada tres días llegaban al cantón El Progreso la policía y los orejas. Los orejas sí que eran malos, sí. Luego ya tuvimos que irnos a dormir al monte, porque llegaban a las casas a buscarnos.

En 1980 llegaron los soldados; nosotros estábamos bien enojados porque estaban acosando a la gente. Con solo que un oreja señalara a alguien, ya lo capturaban. En Torola, aun sin soldados, había matanzas; una vez a 120 mataron, con los orejas y todo.

Cuando el operativo de Villa El Rosario, yo me encontré con los soldados. Se habían perdido y me preguntaron por dónde era que quedaba Villa El Rosario.

Elvira
Los compas nos dijeron que venía un operativo de tierra arrasada y que teníamos que salir. Al que se quedara lo iban a matar, así que nos fuimos todos: mujeres embarazadas, niños… Cantón por cantón iban llegando grupos de gente a Villa El Rosario, eran miles de personas. Nosotros logramos ubicarnos en el corredor de una escuela, bien amontonaditos. Recibíamos algo de comida, pero solo para los niños. La repartían unas señoras de la misma Villa El Rosario.

Los soldados tomaron el pueblo de una sola vez. Teníamos un gran miedo porque nos habían dicho que a toditos nos iban a matar. Nos sacaron a formar a la calle y dijimos nosotros: «Ahora sí que es para matarnos». También andaban por ahí orejas que iban señalando a algunos, pero, gracias a Dios, se logró que no los mataran.

Después de formar les dijeron a todos que volvieran a las casas, pero nosotros no nos fuimos porque ya sabíamos que ellos nos mentían, que era para ir a sacarlos de las casas y luego matarlos. A mucha gente la mataron. Nosotros estuvimos varios meses en Villa El Rosario después.

El 20 de enero de 1981, a las seis de la mañana, nos echaron otro operativo. Oímos la gran balacera. Toda Villa El Rosario estaba rodeada de policías de Torola. Estuvimos desde las seis hasta las doce de la mañana tendidos boca abajo en el suelo; las viejitas, los niños, las mujeres embarazadas… Nos preguntaban dónde estaban nuestros maridos y dónde trabajaban, nos decían que nosotras éramos las que les andábamos llevando la comida…, pero nosotras no les hablábamos nada. Yo solo les decía de mis hijos, que con ellos no necesitaba tener hombre en la casa. A las doce, al levantarnos vimos que en la casa de al lado había seis personas muertas, una mujer y cinco hombres. En total, murieron más de veinte personas, algunas eran familiares nuestros.


Familia de Nila: Remigio y Petronila

Remigio
En la guerra yo me llamaba Remigio. Anduve siete años en la guerra y perdí a dos hijos. Cuando cayeron mis hijos, yo ya no aguantaba más y pedí permiso al mando para llevar a mi mujer a Honduras. Ella estaba lisiada y yo quería ir a dejarla a los campamentos. Me dieron permiso solo para ocho días; me dieron un papel.

Nos vinimos el primero de enero. Pasamos el Año Nuevo en San Fernando. Nos llevaron tamales y pan para que comiéramos. En la noche llegó el «correo»[9] de Honduras, que se llamaba Felipe. «Mañana nos vamos, te alistas a las cuatro de la tarde», me dijo.

Caminamos en lo oscuro, por la noche; aunque uno llevara una buena lámpara, no alumbraba nadita… Llegamos como a las cuatro de la mañana a los campamentos. Allá la gente estaba cercada por los militares de Honduras. Al detectar que iba uno de aquí, lo agarraban. Nadie salía y el que salía, lo capturaban. Capturaron a tres niños allí.

Al llegar había unos internacionales. Me preguntaron cómo murieron mis hijos. Me dieron un carné, ya nadie podía tentar a uno con el carné.

En el campamento, había un mando y me dijo que me tenía que pasar otra vez a El Salvador. «Con una condición», le dije, «me das todo lo que me haga falta: dos pares de zapatos, dos mudadas, dos gorras, dos cobijas y una mochila, pero grande, para andar toda la ropita de uno».

Pero luego me dijeron que me tocaba otra misión, «algo peligrosa». «Vas a trabajar con Felipe, él te va a enseñar todos los caminos», me dijeron. Y así me tocó, traer y llevar gente para acá y para allá. Pero el mando me quitó las dos mudadas, las cobijas y la mochila.

Petronila Chicas
Me llamo Petronila Chicas. Nací el 5 de septiembre de 1963 en el cantón El Progreso (Torola). Durante la guerra empecé en la cocina. De ahí me dieron un cursillo para ser brigadista y di los primeros auxilios a los heridos, pero me hirieron y regresé a la cocina. Me dieron un balazo en la espalda, que aún me duele para andar estirada.

Ahorita una se siente más tranquilo porque ya no oye las balas, pero la miseria es peor.

Trinidad Orellana

Nací el 31 de mayo de 1942. Tengo tres hijos. Mi papá era campesino, trabajaba en el campo. Éramos nueve de familia. En ese tiempo la vida era diferente. Crecimos en la religiosidad. En Villa El Rosario no había energía eléctrica, no había transporte, no había nada… Pero éramos felices en ese tiempo.

Mi papá cuidaba de la iglesia, fue encargado durante un tiempo. Él nos creció así, conociendo la espiritualidad; tenía libros antiguos y en la noche, con candiles, nos situaba a todos a su alrededor y nos leía y contaba historias. Quizás por eso no salimos a estudiar, aunque aquí solo había hasta sexto grado, no había más.

Por eso les digo yo que esta guerra sirvió de mucho, porque todos emigramos y aprovechamos para poner a los hijos a estudiar; la mayoría son profesionales aquí en este pueblo. Si no hubiera sido así, quizás todos se hubieran quedado trabajando en el campo.

Cuando el operativo en Villa El Rosario, en la casa de mi esposo alojamos a bastantes personas que venían de los cantones. Eran mujeres (algunas habían dado a luz hacía tres días) y también niños. Cuando venía entrando la tropa, nadie hallaba qué hacer. Había una señora que tenía tres días de haber dado a luz y tenía dos varoncitos, como de diez y doce años, y a ellos les perseguía la tropa, ya que la guerrilla también se los llevaba… ¡Pobre gente!

La iglesia se llenó por completo. Íbamos grupos de señoras a dejarles comida, pero solo alcanzaba para un pedazo de tortilla…

Cuando entró la tropa, los pusieron a todos en fila, a presentarse. ¡Qué cosa tan terrible!, ¡y más para los hombres! Porque al que no les gustaba o a quien le ponían el dedo, se lo llevaban.

Yo recuerdo al capitán Mena. Oí que aquí había tenido lugar su cambio, porque él venía dispuesto a acabar con todo, pero quizás el Señor lo iluminó, le habló quizás la voz de Dios y le tocó la conciencia.

Ordenó que dieran de comer a toda esa gente y después la despacharon, la mandó a que se fuera para sus lugares… ¿Pero adónde iba a ir esta pobre gente si les habían quemado los ranchitos y todo? Ellos nos preguntaban adónde iban a ir si les habían quemado las casas. Pero como eran órdenes… La gente del pueblo ayudamos y aquí se quedaron, no hubo ningún problema con nosotros.

Noé Romero
Lo más triste del operativo para mí fue ver que a los ancianos les daba pena[10] ir a agarrar la comida donde se estaba dando; no salían de donde estaban refugiados en la iglesia, no querían salir. Yo me encargaba de observar quién comía y quién no comía. Yo lo decía y la gente les daba de lo poco que habían conseguido. Cuando vinieron los oficiales, tuvieron que sacarlos en brazos porque ellos ya no tenían fuerzas, ya no podían. Estuvieron allí 22 días.

Yo siempre salía para traer cosas y volvía, pero a mí nunca me pidieron la cédula en el puente del río Torola. El cabo de la Guardia Nacional en ese tiempo, que se llamaba Pablo Escobar, me mandó decir que yo estaba en observación, que anduviera con cuidado.

Pero cuando vino la Policía de Hacienda me sacaron. Mataron a ocho en una casa. Fue en enero de 1981. Lo que hicieron con Clementillo fue tremendo: lo amarraron y lo quemaron vivo. Y a un señor que era de El Progreso, a puros machetazos lo mataron. Él pedía agua, pero el teniente Grande García le dijo: «No, ya no te podemos dar agua, porque más tarde te vas a morir».

A mí me sacaron y Dios escucha, de veras. Me llevaban amarrado manos atrás. Sin mentir, los cáñamos[11] me cayeron en las manos y yo los apuñé. Yo saqué un dedo y lo volví a meter. Me hicieron caminar y más adelante me hicieron parar. Me mandaron sentarme, pero yo me senté y otra vez volví a sacar el dedo. A mí me cercaban tres hombres en triángulo; entonces uno me llevó más para abajo y me sacó la cartera. Los otros dos se quedaron arriba, cubriendo al tercero. Pero entonces pegué tres brincos y me fui a deshacer la camisa en un palo de caoba; me salía sangre del pecho. Me enjuté y salí dando vueltas para abajo, por un gran barranco; quedé sentado en un caminito de animales. De ahí ya no caminé mucho… Ese día hubo dieciséis muertos. A uno de los muchachos capturados le dijeron que saliera corriendo, que le daban una oportunidad. Él salió a la carrera, en zigzag. Cuando miró, había un alambrado, pero se tiró. Le cayó un balazo en el tobillo, pero consiguió llegar a una quebrada.

Arriesgamos bastante y pusimos en riesgo la vida. Era tremendo. Yo, finalmente, le dije a mi esposa que me iba para Estados Unidos, porque tenía a los cinco chamaquitos[12] y no sabía cuánto iba a durar. Estuve once años sin venir a El Salvador, hasta que se firmaron los Acuerdos de Paz.

Margarita Vigil
Ya después de la muerte de monseñor Romero empezamos a ir a dormir al monte. Mi marido era jornalero, sacaba mezcal, y nosotros hilábamos con él e íbamos a vender a Jocoaitique. Y así pasábamos. Yo tenía once niños. Los tres mayores se organizaron, con el papá. Ellos se iban y no me decían para dónde.

Un día reunieron a toda la gente en el monte y nos dijeron que íbamos a salir para Villa El Rosario. Llegamos a una casita en la que vivía un compadre mío. Caían morteros. Allí vi a un hijo mío; fue la última vez que lo vi.

Llegamos ya nochecito a Villa El Rosario. Nos reunimos en un caserío y allí amanecimos. Los morteros ya caían allí, se oían balaceras. Esa noche no dormimos. Al amanecer esperábamos a que llegaran las tropas y la gente rezaba. A los tres días repartían hasta carne con tortillas, pero éramos mucha gente.

Estuvimos allí varios días, en los que no podíamos salir para ningún lado. Un día vinieron los soldados, que nos daban permiso para ir a lavar a un pocito. Fuimos con mi mamá. Esa noche había habido una gran balacera; yo vi que cuando entró la tropa se llevaron a unos hombres; conocía como a siete. Cuando pasamos, vimos que estaban haciendo un gran hoyo, sería para enterrarlos.

Al día siguiente de regresar de Villa El Rosario atacaron los paramilitares. Entonces fue cuando hallaron a mi mamá. A mí no me hallaron porque estaba en otra casa. Un primo hermano mío, Mariano Ortiz, fue quien mató a mi mamá. Le pegó dos balazos en el estómago y la ahorcó. Yo oí los disparos. Hasta la mañanita no pudimos ir a por ella.

A los ocho días, una señora me dijo que venían los cuilios.[13] Me pusieron sentada en el suelo, con una niña a cada lado, y me dijeron que me iban a matar porque habían aparecido varios muertos y habían sido los guerrilleros. «Vos tenés tu esposo guerrillero, tus dos hijos guerrilleros y tus dos hermanos guerrilleros», me dijo. «Yo no tengo hijos», le dije yo. Sentí el soldado que se vino y me dio la patada en la boca. Me quebró un diente. A la dueña de la casa la llevaban amarrada. Yo vi cómo la estaban colgando en un palo. Me quitaron a una niña, a la otra me la llevé agarrada de la mano. Me llevaron arrastrando.

Llegamos donde estaba la señora muerta. Había como 25 hombres. Dijo uno: «A esta señora no la maten, muchos niños lloran por ella». El mismo hombre que mató a mi mamá me iba a matar a mí también. «Mirá —me dijo—, te voy a soltar pero te vas a ir para Torola». […]

Nosotros salimos para Colomoncagua, pero mis dos hijos varones se quedaron aquí. Murieron en 1984. El primero tenía 22 años. Hasta hoy en este día no he podido saber dónde quedaron. Murieron mis dos hermanos también. Tampoco sé dónde quedaron.

Tengo, además, una hermana que desde 1980 no he vuelto a ver. Llegó a Colomoncagua con dos niños pero no nos vimos allá. Es la única hermana que tengo, pero no sé si estará viva.




1. Lazo quiere decir soga.
2. Asamblea Legislativa.
3. Huyendo.
4. Con los niños en brazos.
5. Machete tipo curvo con filo.
6. Cuerda delgada con la que solían atar de los dedos o las manos a la gente detenida.
7. Cuerda utilizada para amarrar y ahorcar a personas capturadas.
8. Árbol de maguey.
9. Combatientes del FMLN encargados de acompañar a la gente a Honduras, guía. También significa llevar o traer correspondencia.
10. Vergüenza.
11. Cuerda delgada de cáñamo con la que ataban las manos —o los pulgares— de los detenidos.
12. Niños.
13. Personal de la Fuerza Armada.

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