Me
llamo María Lidia Santos Vigil. Nací en Torola y allí estuve hasta 1980.
Estuvimos doce días en Villa El Rosario, durante el operativo. Nos refugiábamos
en los corredores de las casas. Muchos hombres murieron. Allí se sufrió, no
andábamos ni dinero para comer. Cuando acabó el operativo, los soldados nos
dijeron que podíamos regresar a Villa El Rosario cuando quisiéramos, a comprar
o a vender, que ellos iban a dejar un puesto allá, que no nos iban a hacer
nada… Y nos iban anotando.
A
los veinte días de volver a Ojos de Agua ya no teníamos sal. Yo dije a mi mamá:
«Voy a ir a Villa El Rosario, nos dijeron que no nos iban a hacer nada». Dejé a
los niños y cuando llegué a Villa El Rosario vi que llevaban como a diez mujeres
a la cárcel; allí quedó presa una tía mía que había ido a comprar. Como ellos
nos dijeron que no nos iban a hacer nada… Las tuvieron cuatro días presas.
Un
día llegó a la casa la tropa de Torola. Cuando regresé del pozo, de lavar los
trastes, allá en el corredor estaban. Nos sentaron en una banca; allí estaba mi
mamá y los niños, éramos ocho. Agarré a mis dos niños y empezaron a preguntarme
por mi marido. En ese momento, Dios me dio palabras, porque yo era una mujer
tímida, que ni hablar podía. «¿Dónde está tu marido?», me decían. «No sé,
cuando yo me fui a Villa El Rosario aquí quedó, en Ojos de Agua, porque ahora
aquí vivo con mi mamá», le contesté. «Tan mentirosa que sos», ¡palabras
groseras que me decían! «Ustedes solo pasan moliendo aquí para los guerrilleros»,
nos decían. «Sí molemos, pero para estos niños, no los podemos dejar morir de
hambre», les dije yo.
Con
ellos andaban orejas; eran del mismo
valle, andaban armados y eran los que iban señalando a la gente. Uno de ellos
me preguntó: «¿Dónde está Benito?». Benito era mi papá. Yo no le hablé. «¿Y vos
por qué sos tan mentirosa?» «Si me quieren creer, créanme, y si no, pues
mátenme», les contesté. Me tiraron el lazo[1]
y no me lacé. El soldado pegó el jalón y se fue encima de un tablero; fue
vergazo el que se dio. «Mirá, gran puta, por esos niños, si no ya todas
estuvieran colgadas», me dijo. Yo solo me volteé a ver si chorreaba sangre, pero
no. Dejaron ir tres tiros y se fueron. A siete ahorcaron ese día. Ahí ahorcaron
al hijo de un cuñado mío, de doce años.
Esa
represión antes del cateo de octubre de 1980 fue tremenda, y también después.
Luego ya salimos para el exilio. Se siente duro dejar a los seres queridos,
pero no había otra, pues, por tal de librar la vida…
José
B. García
Nací
el 27 de febrero de 1937, en Torola. Éramos nueve hermanos. Nos criamos
obedeciendo todo lo que mi papá y mi mamá nos mandaban. Empecé a ir a la
escuela a la edad de once años, caminaba seis kilómetros para llegar a la
escuela. Hice hasta cuarto grado. Luego ya comencé a trabajar en la
agricultura, con mi papá, haciendo milpas y cultivando el henequén.
A
los 28 años me casé. Tuvimos cuatro hijos. Todos ellos crecieron bajo nuestra
responsabilidad, aprendieron a leer y escribir; tres de ellos son bachilleres.
En el año 1974 empecé a conocer la organización del pueblo. Fui concienciado
por medio de la Biblia. El
sacerdote Miguel Ventura fue nuestro líder. Asumí el puesto de catequista, para
evangelizar en los caseríos en los que vivíamos. Todavía me acuerdo de un tema
que él nos enseñó: la realidad nacional.
Luego
fui participante de la organización Ligas Populares 28 de Febrero y más tarde
pertenecí al brazo armado, que se llamaba ERP, el Ejército Revolucionario del
Pueblo. Entendimos esa lucha como una necesidad para luchar contra los
regímenes de esos tiempos. Fuimos tildados de marxistas, hasta que llegó un
tiempo que nos dijeron que éramos terroristas.
Al
principio hicimos tomas de edificios en San Salvador. Yo estuve en una toma en
el año 1979, cuando nos tomamos por catorce días el Ministerio de Trabajo.
Éramos como 600 ocupantes.
Un
hombre que nos ayudó a fortalecer nuestro espíritu de lucha fue monseñor
Romero. Escuchábamos sus homilías los domingos y las comentábamos en colectivo.
Era el que hablaba por nosotros.
En
1980 estaba como presidente de la Asamblea[2]
Roberto d’Aubuisson, el asesino de monseñor Romero. Ese
hombre fue el intelectual de los escuadrones de la muerte. Los llamó ORDEN,
Falange, Brigada Maximiliano Hernández Martínez y Unión Guerrera Blanca.
Creo
que entre 1980 y 1986 fue un momento de angustia, hasta que se equilibró un
poquito la guerra. Anduve todo ese tiempo acompañando al pueblo. Por mi edad,
ya tenía 43 años, me daban tareas más fáciles, pero armado siempre. Dejé a mi
familia en el refugio de Colomoncagua. Yo me quedé aquí, acompañando la lucha
revolucionaria. Había días en los que se comía, días en los que no; noches en
las que se dormía, noches en las que no… Fue una represión tremenda del
Ejército. Ya no había respeto a los derechos humanos. Pasamos operativos
grandes, como el Torola IV, el de «tierra arrasada», el «Yunque y Martillo»…, días
en guinda[3] y
días al tope.
En
1984 fui a alfabetizar por varias comunidades. Alfabeticé desde 1984 hasta 1986.
Solo se enseñaba lenguaje y matemáticas. La mayor parte de los compas
eran analfabetos, no sabían leer ni escribir. A mí me daban grupos de 20 o 25 compas
y en 22 días les tenía que enseñar a leer, escribir y conocer los números.
Nunca
deserté, siempre cumplía con las tareas, pero quedé algo mal de la vista y el
oído porque cayeron cerca de mí las bombas que tiraban desde los aviones.
No
logramos todo lo que se esperaba con la guerra, igual que en Nicaragua, pero sí
hubo cambios que se vieron después de los Acuerdos de Paz. Desaparecieron
algunos cuerpos represivos: la Guardia Nacional, la Policía de Hacienda, las
patrullas cantonales… Se lograron oportunidades para la juventud de hoy. Varios
de los hijos de los compas que anduvimos aquí hoy son profesionales.
Pero no estamos bien con el sistema de gobierno que tenemos, aunque pensamos ya
políticamente y no militarmente.
Severiano
Fuentes
Nací el 20 de abril de 1961. Cuando tenía ocho años
estalló la Guerra de las Cien Horas, la famosa «guerra del fútbol». Veía volar
los aviones de combate del Ejército salvadoreño que incursionaban en territorio
hondureño. Mi papá era un campesino analfabeto, no sabía leer ni escribir.
Murió el 28 de enero de 1975, cuando yo tenía catorce años. Había tenido una
vida bastante dura en el campo, en medio de la pobreza y una situación bastante
marginada. No había muchos espacios para el desarrollo cultural de la gente.
Cuando
él falleció, dejé de estudiar y me fui a trabajar a las fincas de los
hacendados. Ahí fue donde tuve contacto con la realidad de la explotación de
los que menos tienen. Nos pagaban salarios bien miserables y nos explotaban
mucho. Trabajé en las fincas cafetaleras, en las fincas algodoneras, en la
construcción, etc. Ahí empecé a tener contacto con personalidades que dirigían
sindicatos que luchaban por la reivindicación del derecho laboral, los salarios
justos y los derechos a prestaciones. En ese ambiente fui adquiriendo un poco
la conciencia social, iba teniendo claridad del tipo de sociedad que teníamos:
una sociedad excluyente, que margina, expoliadora de la mano de obra barata…
Después
de 1975 fueron pasando acontecimientos ya más radicales; los estudiantes
universitarios se manifestaban en las calles de San Salvador exigiendo derechos
que se les negaba a la mayoría del pueblo salvadoreño. El coronel que era el
presidente de la República,
Arturo Armando Molina, ordenó una masacre el 30 de julio de 1975 en la que
murieron muchos estudiantes.
En
1977 se fue profundizando más la lucha de los estudiantes y los sindicatos. En
1978 ya se empezó a dar la persecución más recia hacia esos sectores
organizados y comenzaron el secuestro y el desaparecimiento de líderes
estudiantiles y sindicales.
En
ese entonces yo sí estaba dispuesto a colaborar con ellos. Era un muchacho
tímido que tenía miedo a la violencia estatal, porque ya las estructuras del
gobierno estaban en función de la represión y del crimen organizado. Estaban
cobrando fuerza las organizaciones paramilitares como ORDEN, que estaba dentro
de la Guardia
Nacional. Eran grandes especialistas en hacer asesinatos
selectivos. Tuve la oportunidad de ver muchos asesinatos en las carreteras, en
la periferia de la ciudad, gente mutilada que tiraban a los ríos y lagos…
Ya
en 1979 tenía una conciencia más definida y estaba dispuesto a estar en el movimiento.
Lo hacía de forma clandestina, como repartir volantes donde se informaba de lo
que estaba pasando. Yo me fui a vivir a San Salvador. De noche pasaban los
guardias vestidos de civil, chequeando los números de las casas. En 1980
tuvimos un problema bien serio: en la colonia capturaron a muchos jóvenes y esa
misma noche los asesinaron. A mí también me capturaron ese día, pero fui uno de
los que sobrevivió. Cuando estaban asesinando a los demás, me escapé. Me
dispararon, pero, por suerte, no me pegaron.
Dos
días después abandoné la capital y me vine donde mi mamá, en Morazán. En un
retén, llegando a San Francisco Gotera, nos bajaron del bus y nos tuvieron
tendidos en el pavimento caliente. Recuerdo como algunos de los soldados
comandos caminaban sobre nuestros cuerpos como que si fuésemos peldaños y se
paraban encima de nosotros. Iban muy bien armados, con fusiles de asalto; una
forma intimidatoria.
La
represión sí me obligó a tomar en serio la organización. Ya sentía una
necesidad de refugiarme donde estaba la gente más organizada.
Algo
que me marcó muy fuerte fueron todos los asesinatos que pasaban en las calles de
San Salvador; eso me dio fuerza para tomar una decisión seria. Me confesé con
un cura. Me dijo que si iba a luchar al lado de los pobres, creía que podía ser
perdonado, pero que si luchaba en contra de los pobres, de antemano era ya
maldita mi decisión.
Gabriela
Hernández
Me
llamo Gabriela Hernández y nací en El Progreso, en Torola, hace 58 años. Mi
familia era pobre, vivíamos de la agricultura y muy poca gente tenía su
ganadito. En 1979 empezamos a asistir a las catequesis. Llegaban catequistas a
darnos algunas lecturas y a hacernos descubrir la injusticia social que
estábamos viviendo. Y luego bajaba el padre Miguel Ventura al cantón y ahí
empezábamos ya a organizarnos y a seguir descubriendo la situación que
estábamos viviendo, pues eso no era lo que Dios quería, ya que nos infundían
que si estábamos así pobres era porque Dios lo quería, pero la verdad no era esa.
La
gente se fue organizando. Hacíamos milpas juntos; un día íbamos a trabajar con
uno y al día siguiente con otro, y así sacábamos las cosechas de mescal. Eso no
gustó a los capitalistas y empezó ya la represión. A finales de 1979 ya
empezaron a hacer capturas de catequistas; luego, en 1980, mataron a algunos
catequistas. Toda esa represión nos iba dando más ánimos, porque Dios estaba
con nosotros, pero la verdad es que también sentíamos un gran temor. Empezaron
a saquear los cantones buscando los papeles que tenía la gente, pero como la
organización empezaba a ser un poco fuerte ya lo orientaban a uno para que no
tuviera papeles dentro de la casa que lo comprometieran, porque hasta el Nuevo
Testamento, la Biblia,
estaba prohibido en ese tiempo, ni eso podía tener uno.
Luego,
en julio, empezaron a morterear desde el pueblo de San Isidro. Venían por
tierra la policía de Torola, los paramilitares…, por todos lados, ya no
hallábamos para dónde ir. Nos dijeron que íbamos a salir para Villa El Rosario
porque venían 17.000 soldados y que nadie se iba a librar.
Yo
entonces tenía cinco hijos. Ya el grandecito se me iba a andar a los
campamentos de los guerrilleros; tenía once años y ya no lo podía detener. Había
un campamento cerca y un día, antesito de irnos para Villa El Rosario, en
septiembre de 1980, mientras estaba sentada desayunando oí la gran explosión,
sentí que me levantó para arriba. Me fui a ver. Cuanto más cerca, más sentía
los gritos. Me dio temor, porque pensaba que era la policía, pero llegué y era
que habían explotado 60 bombas de contacto; se había derrumbado una pared y un
niño había resultado herido y otro muerto. Mi niño estaba herido también y yo
me puse a llorar. Él me dijo: «Mami, no llore, que más me acaba de joder,
váyase hacia la casa». Cuando fuimos hacia Villa El Rosario, él aún no andaba
curado, así que vino conmigo.
La
misma noche en que llegamos a Villa El Rosario llegaron también los
guerrilleros, hicieron una reunión y nos dijeron que no saliéramos, que allí
mismo nos mantuviéramos. A los tres días llegaron los soldados. Eso era como un
hormiguero, por todos lados negreaban a los soldados. Mi niño agarró la
cobijita, la dobló y se fue. «Por esto me van a matar», me dijo. Yo me quedé
rezando. Se quedó los diecisiete días en una quebradita cerca de Villa El
Rosario; solo agua tomó.
Los
soldados nos ordenaron formar una fila de mujeres, una fila de niños y una fila
de hombres. Ellos tenían unos libros, iban sacando el documento de los hombres
y a los que aparecían en el libro los iban apartando. A algunas de las mujeres
también las apartaron. A los demás nos despacharon ya en la noche, nos dijeron
que nos encerráramos y que no fuéramos a salir. Pero cuando se hacía oscuro se
oían los balazos y los gritos, porque ahí mataron a gente.
Mi
hijo anduvo todo el tiempo en la guerra. Lo capturaron en 1987, estuvo un año
preso en las cárceles clandestinas de San Miguel y de ahí lo sacó el Comité de
Madres de Presos Políticos. Terminó de comando urbano en San Salvador y hoy
vive conmigo. Es policía.
En
la guerra, yo perdí al papá de mis primeros hijos, que murió en 1982, y a mi
hermano, que murió en 1981 en Villa El Rosario, donde lo quemaron vivo.
Nosotros ya estábamos en Honduras, en Colomoncagua.
María
Cesárea Portilla
Nací
en Agua Zarca (Torola). Ya en 1979 empezamos a organizarnos. Había unas
personas que llegaban siempre a explicarnos la situación del país, el porqué y el
cómo, muchas cosas que nosotros no sabíamos. Nos reuníamos con los catequistas
y después nosotros íbamos con la otra parte de la comunidad, con los que no
habían podido reunirse con ellos, y les explicábamos la situación. Entre
nosotros nos hacíamos preguntas, como una reflexión sobre lo que estaba pasando
y por qué pasaba… Pero al poco tiempo a nosotros ya nos perseguían por ir
explicando todo eso, aunque era más la gente que estaba de acuerdo con nosotros
y menos la que no estaba de acuerdo.
En
1980 ya era bien serio, porque desde 1979 ya no dormíamos en nuestras casas.
Dormíamos afuera, porque el que dormía en las casas ya no amanecía vivo. Había a
quien lo andaban vigilando y de ahí ya aparecía muerto. Donde era oscurito,
allí nos salíamos a dormir, en el monte.
En
ese tiempo ya no había ningún hombre allí, ya ellos se habían salido y solo
habíamos quedado las mujeres con los niños. Nosotras no hallábamos qué hacer
para dar de comer a los niños.
La
gente de allí cerquita hacía milpa todos juntos; cuando había hombres se
ayudaban unos a otros y hacían un poco de milpa. La cosecha se recogía junta y
se administraba junta, pues. Hasta que los hombres tuvieron que ir a
esconderse.
En
octubre de 1980, alguien decidió que teníamos que salir de las casas y
olvidarnos por completo de ese lugar y que debíamos irnos a Villa El Rosario.
Llegó el 1 de octubre y dijeron que ningún hombre se podía quedar allí, ni
niños, ni ancianos. Cuando estábamos en Villa El Rosario, de repente un día
estábamos rodeados. Todas las calles del pueblo se llenaron como si de hormigas
se tratara, todo el Ejército.
El
esposo mío no pudo salir. Ahí lo agarraron frente a nosotros. Y también a
varios como él, a bastantes. Andaban pitas, para amarrarlos a la espalda. A mí
me mandaron a buscar pitas, pero yo no quise ir. Los niños se agarraron al
pantalón del papá. A los hombres los tiraron al suelo boca abajo y les
dispararon, pero no les pegaban. Después les dijeron que se levantaran y se los
llevaron. Muchos murieron.
Cada
noche venían a buscar hombres y se los llevaban. No lo veíamos, pero se oía que
la gente gritaba y lloraba. No se supo dónde quedó mi esposo porque decían que
hacían una fosa y allá los echaban a todos. Un hermano mío también murió en el
operativo; el Ejército lo mandó sacar.
Yo
en ese tiempo andaba embarazada de mi niña, ya estaba por dar a luz. Desde el
helicóptero que llevaba la comida a los soldados también se daba comida a los
niños. Pero mi hijo me decía que él no recogía esa comida porque eran ellos los
que se habían llevado a su papá.
Estuvimos
quince días en Villa El Rosario. Regresamos al lugar donde vivíamos, pero ya no
había casas. Al poco nos avisaron de que teníamos que salir para el exilio.
Vicenta Hernández
Tengo
76 años y nací el 24 de enero de 1942 en el cantón Agua Zarca, en Torola
(Morazán). Soy madre de dos hijos caídos. El primero se llamaba Carlos de Jesús
García, y el segundo, José Emilio García. También cayó mi esposo, en Villa El
Rosario, el 16 de octubre de 1980. Sabemos que ellos entregaron su vida por el
cambio de nuestro país, porque había muchas injusticias que no favorecían a los
más pobres. Nuestro gran delito era ser pobres. El gobierno salvadoreño y la Fuerza Armada
mataban a la gente con balas y mortero y con la aviación, y la ahorcaban y
hasta la quemaban.
Trabajaban
en colectivo las milpas, y cuando estaba la cosecha, se compartía. El maguey lo
trabajaban tres juntos, y ese fue el delito para el gobierno: el trabajar
juntos. Ellos querían que fuéramos a las algodoneras o a la corta de caña, pero
si la gente estaba organizada, ya no iban a ir allí. Ese era el enojo de ellos.
Todo
el año 1980 fue de gran sufrimiento para nosotros. Cuando monseñor Romero
murió, nosotros ya andábamos durmiendo fuera de las casas. Nos pusimos más
tristes y nos preguntábamos qué iban a hacer con nosotros, después de lo de
monseñor. También el 25 de abril de 1980 cayó un hermano mío. Era catequista,
se llamaba José Hernández.
El 1 de octubre de 1980, como a
las seis de la tarde, salimos para Villa El Rosario con un grupito de niños que
iban quedando huérfanos por el camino, a causa de las masacres que hacía la Fuerza Armada, y
muchos enfermos que no podíamos llevar y que no podían caminar, y allí murieron,
en el camino.
Llegamos a las ocho de la noche.
El 7 de octubre llegó el operativo. Había helicópteros sobrevolando, morteros…,
mucha gente fracasó. Sacaron a toda la gente a la plaza, frente a la iglesia.
Apartaron a los hombres y a las mujeres. Los mandos nos dijeron que, hasta que
recibieran la orden, ahí teníamos que estar encerrados. Adonde quiera que
fuéramos, solo militares se veían. Solo verdeaba de militares.
El día 14 de octubre nos dijeron
que ya nos podíamos ir. Eran las cuatro de la tarde, había una gran tormenta y
el río estaba creciendo. Yo andaba como diez niños y tuve que hacer diez viajes
para pasar el río. Al día siguiente venían los soldados por detrás matando a la
gente.
Cuando llegamos a nuestras casas,
en El Tule, ya no había ni lugar donde dormir. Todo estaba quemado, los
animales muertos… Nos quedamos en una montañita donde nadie nos miraba.
El 20 de noviembre hicieron una
gran masacre en El Tule. Allí estaba refugiada mucha gente de los mismos que
habían venido de Villa El Rosario. Mataron a niños y ancianos que estaban ahí
escondidos. Las mujeres murieron chineando[4]
a los niños y los ancianos con una cuma[5]
en la cabeza. Alguien dijo que había allí treinta guerrilleros, pero no había
ninguno, solo era gente indefensa. Al final dieron con el informante y lo
mataron.
Ana Romero
Nací
en Villa El Rosario el 8 de diciembre de 1951. Se puede decir que mi infancia
no fue mucho de juguetes, no tuve ni una muñeca, solo fue trabajo en casa;
éramos muchos hermanos y nos tocó pesado en el trabajo de la casa. A los siete
años inicié la primaria hasta sexto grado. Después me quedé ayudando a mi mamá
en los trabajos del hogar, como unos cinco o seis años. Pero mi mamá me dijo: «No
quiero que te quedes aquí como yo, quemándote las pestañas encima de una
hornilla». Fui a estudiar dos años corte y confección a San Salvador.
Cuando
regresé de allá, inicié el tercer ciclo en El Rosario. Ya era mayor de edad. De
ahí continuamos con el bachillerato, pero ya en San Salvador, aunque con
dificultades porque éramos varios en la familia. El último año de bachillerato,
que fue en 1978, ya se rumoraban muchas cosas en San Salvador. Cuando íbamos al
colegio encontrábamos las posas de sangre en el parque Libertad o tal vez las
autoridades nos desviaban por otra calle y nos decían: «Por aquí no pueden
pasar». Veíamos las tanquetas, veíamos las pipas de agua que tal vez estaban
lavando. Pero yo ignoraba todo eso. Lo que le gustaba mucho a mi hermana Evelin
era ir a escuchar las homilías de monseñor Romero. Íbamos los domingos a
catedral, no alcanzaban los asientos para tanta gente. ¡A ese señor sí se le
aplaudía! Sus discursos eran bien claros, por eso lo mataron.
En
1979 entré a estudiar el profesorado. Eran tres años de práctica y estudio a la
vez. A mí me enviaron para el cantón El Progreso, en Torola. En 1980 ya no pude
ir allí a trabajar, ya mucha gente había salido y las mujeres estaban solas con
sus hijos. Me presenté a la
Departamental a explicar cómo estaba la situación, pero los
jefes no me creían. Yo los invitaba a venir a verlo, pero no quisieron.
En
1981 tuve que quedarme en mi pueblo a trabajar, pero solo por unos pocos meses.
En abril se puso bien fea la situación.
El
7 de octubre de 1980 salíamos de la procesión de la Virgen del Rosario y vimos
aquella gran multitud de gente que iba entrando por todos los lados a nuestra
comunidad. Nos reunimos rápido todos los jóvenes para ver qué se hacía con esta
gente. Los alojamos en el templo, en la capilla, en casas vacías, etc.; otros
se quedaron en corredores porque no cabían. La mayoría eran mujeres y niños. Lo
más complicado para nosotros fue la alimentación. Tuvimos que salir casa por
casa a pedir que nos regalaran maíz, frijoles o víveres para poder darles algo.
Aquí, en casa de mis padres, cocinábamos. Lo más difícil fue al final, cuando
ya los víveres se nos agotaban. Ellos se fortalecían con la palabra de Dios; a
veces pedían que mejor que se les fuera a leer la palabra de Dios en lugar de
darles tortilla. Al final ya solo les podíamos dar la mitad de la tortilla; del
terrón de cuajada hacíamos tres o cuatro partes, y, por último, solo con sal. Se
formaban grandes colas en la calle frente a la casa de mi papá.
A
Mena Sandoval lo conocí cuando vino a la casa. Estábamos torteando y los
soldados nos dijeron: «Todos afuera con las cédulas en mano». Nosotros nos
preocupamos. La gente ya estaba en la calle, haciendo unas grandes filas, y a
todos nos decomisaron las cédulas. A mi papá lo sacaron de la fila y lo
trajeron para la casa. Mena Sandoval le preguntó qué era lo que estaba pasando
en la casa. Mi papá empezó a decirles que estaban cometiendo una injusticia con
el pueblo, si es que nos iban a matar a todos. Les dijo que todos los que
habían sacado a las calles eran gente inocente, que allí no había ningún
guerrillero. Por todo lo que mi papá le explicó, Mena ordenó que todos se
fueran para sus casas.
Después,
Mena Sandoval entró en el templo y cuando salió le dije: «Si ustedes entran en
el templo, se van a convertir en guerrilleros y se van a dar cuenta de por qué
lucha esta gente». Quizás fue aquí donde él se convirtió.
Los
oficiales se alojaron en nuestra casa. Mi hermana Evelin enfrentaba la
situación y Mena Sandoval le preguntó qué necesidades teníamos. Ella le dijo
que ya no teníamos víveres y fue entonces cuando él pidió alimentación para
toda esta gente. Les mandaron víveres por helicóptero. Después de eso dijeron
que la gente ya podía irse a sus lugares de origen. Pero la gente preguntaba
adónde iban a ir si les habían quemado sus casas. Mucha gente se fue, pero la Guardia Nacional
de Torola los visitaba y les botaba todo. La gente regresaba y nos contaba qué
hacía la Guardia
Nacional.
La
Guardia Nacional
ya había hecho antes una masacre en Villa El Rosario, el 20 de enero de 1980,
en la que murieron muchas personas, un hecho que también ha quedado impune. Fue
como a las cinco o las seis de la mañana. Mi papá había dado una casita como a
unas siete u ocho personas de El Progreso para que fueran a vivir ahí y a todas
las asesinaron en el patio de la casita. Hasta las moneditas que tenían en
bolsitas plásticas les habían quitado. Cerca de la escuela también mataron a un
compadre mío. En Los Coyolitos mataron a una mamá y a tres hijos; los hicieron
picadillo. Era gente inocente y muy humilde que no se metía en nada. Supuestamente,
los orejas ponían el dedo por enemistades.
Marcela
Vigil
Yo
tuve ocho hijos, pero solo viven cuatro. A un hijo mío lo mataron al empezar la
guerra. Los otros murieron cuando eran chiquitos, se pusieron enfermos.
Llegamos
a Villa El Rosario a principios de octubre. Iba con mi esposo y mis hijos.
Éramos bastante gente y nos alojamos en una casita de Villa El Rosario. Pero la
dueña de la casa no quería que estuviéramos allí. Tenía miedo de que la
agarraran a ella por tener a tanta gente.
La siguiente noche dormimos en el cabildo, en el corredor. Éramos bastantes y al día siguiente nos fuimos a dormir a la iglesia. Estaba llena de gente también. Comprábamos la comida, las tortillas. Hacíamos oraciones, rezábamos el rosario y le pedíamos a Dios que los soldados no fueran tan crueles y no estuvieran tan enojados. Decían que iban a hacer una gran quemazón.
Cuando
llegaron los soldados, vinieron a sacar a los hombres. Por las noches se oían
tirazones. Abrieron la iglesia, pero prácticamente solo había mujeres; mujeres,
ancianos y niños que lloraban y lloraban. A mi papá y a mi esposo también los
sacaron. Hicieron una gran fila de hombres, a todos los tenían alineados.
Después
de eso, los soldados nos dieron una comida que les había enviado la Fuerza Armada.
Quizás ellos se compadecieron de tanto niño. A todos nos dieron una ración. Ese
día compraron ellos la comida y la que les mandaron a ellos la repartieron
entre toda la gente.
A
los ocho días, nos mandaron para casa. Nos dijeron que no nos iba a pasar nada.
Como
a los ocho días, volvió a bajar la policía de Torola a la casa. Yo acababa de
venir de dejarle tortillas al papá de los niños míos. Uno de mis sobrinos quiso
ir con su papá; yo le decía que no se fuera, que estaba todo cercado por la
policía, pero también tenía a otras dos hijas y por detener a una y detener a
otra, no pude detenerlo. Al ratito, mataron al niño. Lo encontraron en un
pocito y le dijeron que se parara allí. Pero él dijo que no se paraba y volvió
de regreso a la carrera. Allí le dispararon. Yo lo vi vivo todavía.
Y
llegaron a la casa. Eran como las nueve de la mañana. «¿Y tu marido?», me
preguntaron. «En Villa El Rosario se quedó», contesté. Un policía me preguntó
si una de las muchachas era mi hija. «Pues esta me la llevo», dijo. «No, no se
vale, ella se queda aquí. ¿Qué va a ir a hacer a Torola?», le contesté. «Esta
va a trabajar con la hija mía», me contestó. «¿Y a este niño lo va a dejar
llorando? ¡Que este niño es de ella!», le dije. «¡Ah! Pues si no se vale, le
vamos a poner la pita».[6]
Me sacaron afuera y yo pensaba que la iban a ahorcar. Ella no dejaba de llorar
y llorar, y le pusieron el lazo.[7]
Al
final se fueron. Soltaron a la muchacha y la dejaron. Se llevaron dos gallinas.
Marta Beatriz Hernández
Mi
nombre es Marta Beatriz Hernández y nací en el cantón El Progreso, en Torola.
Ya
en 1972, mi hermano Pablo me dijo que tenía que organizarme porque teníamos que
derrocar a la dictadura, porque estábamos muy mal. Mi sobrino Moisés empezó a
organizar a la gente del cantón clandestinamente. La mayoría de la familia
Hernández nos movilizamos. Estaban planeando una ley por la cual ya no podíamos
tocar ni los árboles; cuando alguien botaba una rama grande de un árbol, tenía
que ser sacado, capturado y multado. Por eso nos organizamos y empezamos en la
lucha.
Unos
tenían que estudiar la Biblia,
de principio a fin, y se iban concienciando a través de las lecturas bíblicas.
Luego fueron estudiando la teología de la liberación. Entonces llegó un señor
que nos fue orientando a partir de la
Biblia; con él tuvimos mucha participación. Se llama Miguel
Ventura, él nos acompañó.
La
casa en la que yo vivía era una casa preparada para participar. Allí teníamos
una matatada de bombas de contacto, que hacíamos allí. Un muchacho me
preguntó: «¿Son naranjas peladas, o qué?». Era un lugar muy solo y se hacían
muchos trabajos: se hacía propaganda; se hacían bombas molotov; la gente se
preparaba para hacer las actividades en los pueblos; se formaba a los jóvenes,
hembras y varones; se trabajaba en las fosas antiaéreas por si llegaban los
morteros de lejos para meter a los niños y los ancianos. Llegaban por la noche,
a las seis de la noche, y se ponían a trabajar.
En
nuestro cantón, todas las familias estaban organizadas. Cuando nos dijeron que
teníamos que ir a Villa El Rosario, nos fuimos todos. Nadie se quedaba; el que
se quedaba, moría.
Nací
en el cantón El Progreso, en Torola. Mi familia se dedicaba a la agricultura.
Éramos siete hermanos y, de esos, solo quedamos cinco, porque dos se
organizaron y cayeron en la guerra. Vivíamos un poco bien; mi papá cultivaba
maíz, frijoles… Teníamos gallinas y dos vaquitas. Yo fui tres años a la
escuela. La gente de antes casi no estudiaba, se dedicaba a la agricultura. Los
papás de uno lo llevaban a trabajar; a la escuela se iba si había tiempo.
La
gente se empezó a organizar. Hacían unas reuniones con unos catequistas que
venían. A esas reuniones iba el padre Miguel Ventura. Mi papá sí iba a esas
reuniones. Él decía que ya no podríamos vivir bien porque la situación ya no
estaba normal. Los catequistas concienciaban a la gente de que había necesidad
de organizarse en grupo para un cambio.
Al
tiempito de ir a esas reuniones hicieron una milpa entre bastantes hombres, se
organizaron y todos iban a trabajar. Hicieron una frijolera y también iban
todos. Desde ese tiempo, se unían todos para trabajar. Pero eso fue poco
tiempo, porque ya fuimos perseguidos por los soldados, ya no se podía ni
trabajar. También había unos hombres de civil que eran peor que un soldado
armado, porque aquella gente lo conocía a uno, le ponía el dedo y venía un
soldado o un guardia y lo mataba. A aquella gente la llamaban orejas, eran los de las patrullas de paramilitares.
A
mi papá lo conocían, sabían que estaba organizado y él ya no iba al pueblo. A
todo aquel al que le ponían el dedo, lo mataban. Por eso, nosotros ya no
podíamos ni vivir en las casas. Los soldados nos iban persiguiendo porque decían
que nos reuníamos con los catequistas. Nos salimos de la casa un tiempo y nos
fuimos a otras casas. Los soldados quemaron todas las casas cuando la gente no
estaba; y si hubiera estado, igualmente hubieran quemado las casas con la gente
dentro.
Yo
en ese tiempo ya me había casado, tenía dos niñas. Mi esposo también se había
ido con la guerrilla.
El
operativo llegó a Villa El Rosario el 7 de octubre. Nosotros bien nos acordamos
que al mediodía empezó a llover y, debajo de la tormenta, íbamos con la guerrilla.
Los morteros caían cerquita de donde uno estaba. El río ya estaba creciendo;
había unos hombres deteniendo a la gente por si se iban hacia abajo.
Llegó
un gran gentío por todos los lados. Llevaron a toda la gente a la plaza,
hicieron toda una fila de mujeres y otra de hombres. De la fila de hombres
sacaron a unos y los pusieron presos. En la primera noche mataron a varios,
entre ellos al comandante local y sus hijos. Ya no los volvimos a ver.
La
más pequeña de las niñas se me enfermó. La andaba como si estuviera muerta,
tenía una gran fiebre. La niña suspiraba, y por eso veía yo que todavía estaba
viva. Un sargento me dijo que fuera a un hospitalito que habían hecho para
pasar consulta a la gente de allí. Me decían que no se podía hacer nada y que
la iban a llevar en avión a Santa Ana. Pero yo tenía miedo. Yo sabía que con
los guerrilleros andaba un señor que era buenísimo para curar a la gente. Pero,
¿cómo me salía de ahí si había un montón de soldados para ir a buscar a un
guerrillero? Le dije al encargado de los soldados que iba a ir al monte a por
unas hierbas para la niña. El hombre me contestó que me daba permiso pero que
dos soldados andarían conmigo. Yo le dije que sola iba a ir. Al final me vine
con otra señora, quien dijo que era tía de la niña. Nos fuimos a buscar los
guerrilleros, pero no había ni uno. Estuvimos dos días, pero al final el
guerrillero me la curó.
María
Dorotea Sorto Ramos
Me
llamo María Dorotea Sorto Ramos y tengo 78 años. Me casé con veinte años y he
tenido ocho hijos, trabajando con maguey;[8]
de eso vivíamos. Cuatro hijos murieron tiernos, hasta de dos años. Me quedaron
cuatro.
Ya
de muy jovencitos se iban a pasear, a parrandear, decían ellos. Ya venían de
noche y yo les preguntaba qué hacían parrandeando. «Con las novias estamos», me
decían. Al final me contaron que ellos se estaban organizando. «Va a haber
guerra. Va a haber una liberación porque hay mucha injusticia», me dijeron. «Pero,
mirá, yo no quisiera porque en Nicaragua, en Cuba y en otros países se han
liberado y siempre están en guerra», le dije. «Sí, mamá, pero en El Salvador va
a costar y va a durar, pero no va a ser como en otros países, va a quedar mejor»,
me contestaban. «Pero yo no quisiera porque si ustedes mueren, solita voy a
andar yo otra vez», les decía. «Unos van a morir y otros van a quedar», me
contestaban. […]
La
noche en que llegamos a Villa El Rosario no dormimos. Había una gran llorazón
de niños y desesperaba la gran bulla. En ese tiempo, los compas se
fueron a pasar de la calle negra para La Guacamaya. Unos
pasaron y otros se regresaron porque separaron a toda la gente. Allí quedaron
un montón de hombres enfermos. El esposo mío no se pudo pasar, él me fue a
dejar a Villa El Rosario. Se fue a traerme algo de comida. Los compas
estaban preparándose para salir y dejar todo vacío. Unos pocos pasaron, pero
los enfermos que llevaban ahí quedaron. Los soldados estaban en Torola,
esperando a ver qué oían o si la gente pasaba para allá. Abrieron fuego y quedó
un montón de gente al otro lado de la calle negra. Yo quedé esperando a mi
esposo en Villa El Rosario, pero nunca llegó. Un sobrino mío me dijo que mi
esposo logró pasar al otro lado de La Guacamaya.
Pero
un hijo mío sí murió en la huída de la calle negra, en 1980. ¡A saber dónde
quedó! Después de llegar a Honduras, consiguieron pasar al otro hijo mío. Al
tiempo llegó una muchacha embarazada de él y tuvo dos niños de él. Ellos son
los que están conmigo, son los únicos que me quedaron porque mi hijo murió en 1987.
Recién
ida yo a Honduras, el muchachito de trece años que andaba conmigo se vino otra
vez a El Salvador. Murió en 1988. El único hijo que me quedó se vino de bien
joven a San Salvador. Es el único hijo que tengo, más los dos nietos que me
dejó el otro. Yo los crecí desde tiernitos. Ellos son la esperanza.
Yo
le pido al Señor que me dé años para ver una sociedad nueva, diferente, en la
que haya justicia, paz y libertad, porque por eso murieron tantas personas. Y
uno tiene la fe, la esperanza y la confianza en ello.
Carmen Reinelda
Me
llamo María Carmen Reinelda Hernández, tres nombres me puso mi papá.
Yo
no me daba cuenta de lo que pasaba, pero mi hijo salía y salía y no me decía
para dónde. Yo le preguntaba y él decía que venía de Conchagua, de ver si había
ganado bueno para comprar, pero era mentira. Mi hijo andaba con un sobrino mío,
Moisés, y él me decía: «Viene una guerra, ya no queremos estar bajo la bota del
Imperio». Mi hijo también me decía: «Vamos a luchar, no importa morir. Esta
vida es única pero es prestada para el día en que vayamos a morir por la
justicia». Y yo le decía «está bien», porque yo nunca le podía decir que no. Yo
era muy bíblica, como mi papá, y por eso le decía que está bien entregar la
vida por la justicia.
Mi
hijo salía a hacer viajes pero no me decía adónde. «Pero, mamá, las comidas que
comemos por ahí no son iguales a las que hace usted», me decía. Más tarde ya me
dijo: «Mamá, estamos en una guerra ya. Sepa que en esas manifestaciones que
está yendo usted más o menos se dará cuenta del porqué». Yo iba a manifestaciones
con los menores, en San Miguel; a varias fui, ya no recuerdo a cuántas. Los
menores estaban tan adaptados que cuando llegaba la hora de salir ya estaban a
tono, venga a gritar.
Los
compas iban iluminando e iluminando a mi hijo y ya una no tenía vida
buena: que si solo por el monte, que si solo por los cerros… Pero, mirando a
los niños, una decía «está todo bien» y ya por último se adaptaba a la
situación.
Ya
todos estábamos organizados. Mi sobrino me decía: «Usted va a hacer tantas
raciones; tal día va a venir un grupo de señores con los que vamos a ir a...
una excursión». Ya sabía yo a qué camino llevaba eso. No recuerdo la fecha, mi
hijo me dijo: «Mamá, van a salir para un exilio, para Villa El Rosario, pero
como así de paso». Así fue como salimos para Villa El Rosario, porque ya no lo soportábamos.
Al
llegar allá estuvimos en la casa de una señora, María Granado. Era sencilla y
las niñas estaban desnutridas. Luego llamaron a toda la gente a la calle. «Esta
será la última, si Dios no lo impide», pensé yo, «y si no, no le debemos la
vida a nadie, sino a un Dios verdadero que nos ha regalado la vida y hasta
aquí, pues hágase su voluntad». Pusieron a la gente en columna y nosotros
pensábamos que tal vez ya íbamos a morir, pero no, por la gracia de Dios, no.
Como
a los tres días llamaron los soldados que nos iban a brindar su provisión.
Llegamos con los niños muy enfermos; no teníamos nada. Ellos tenían naranjas,
mangos..., y una iba con aquel recelo de si sería buena la comida, pero, bueno,
en nombre de Dios la recibíamos. De ahí salimos a los cantones, de regreso.
Cuando
salimos para Villa El Rosario andábamos haciendo trabajos de cartas y no
hallábamos para dónde. En Villa El Rosario nos llegó el aviso de que teníamos
que salir. Nosotros fuimos de los primeros grupos en llegar a Colomoncagua, el
3 de diciembre. Íbamos en etapitas, dábamos tres o cuatro pasos y decían: «Hay
problemas, hay que parar». ¡Tremenda cantidad de gente!
Al
día siguiente de llegar a Colomoncagua llegaron los soldados. «Y usted, ¿qué
piensa?», me preguntaron, «¿no piensa salir?». «Fíjese que ahora solo pienso en
calentar esta tortilla porque tengo hambre», le dije.
En
Colomoncagua solo nos daban un bocadito a las once de la mañana, pero se lo
dábamos a los niños y nosotros nos quedábamos sin comer. No había nada que
comprar. Estuvimos un par de días en que solo daban una sardina de esas de lata
y una cuarta parte de una tortilla por persona, así hasta las once de la noche.
Otoniel Orellana
Antes
del conflicto, nuestro patrimonio era la agricultura y el henequén. Yo me crié
con mis abuelos y, más que nada, el trabajo nuestro era el campo. Antes de 1980,
uno ya tenía más o menos contacto y relación con los procesos que venían. Había
reuniones con compañeros que estaban en la organización; prácticamente el
proceso surgió con los catequistas.
En
1980 ya fue otra cosa, con la agresión a muchas comunidades, porque el proceso
de organización empezaba a expandirse en muchos lugares de la zona norte. Ya el
Ejército empezó a acudir a los lugares y a sacar a la gente.
Nosotros,
como miembros de la comunidad de Villa El Rosario, nunca estuvimos de acuerdo
con la Guardia
Nacional ni con la
Policía de Hacienda. No estábamos de acuerdo por su forma,
por su carácter, por su manera de ser. Pienso yo que la seguridad del Estado es
aquella que le va a dar confianza al civil y en ese tiempo ser joven era ser
guerrillero; yo no podía andar peludo o con ciertos pantalones, porque ya era
guerrillero.
Desde
los puestos de policía de Jocoaitique y Torola acudían a los cantones. No fue
fácil. Cuando ellos advirtieron que la organización seguía avanzando, tomaron
la decisión del operativo. Los compañeros se dieron cuenta y empezaron a
concentrarse; aquí vino la gente de todos los caseríos. Ellos bajaban a los
cantones y empezaban a incendiar casas, cultivos, todo. Sabían que allí
sobrevivía el proceso que había empezado a nacer.
Al
llegar aquí, los compañeros se dieron cuenta de que había un cerco en lo que
nosotros llamábamos la calle negra.
Estaba llenísimo de tropas cuando ya estaba aquí la concentración de gente.
Jamás nosotros pensamos haber tenido tanta cantidad de personas, quizás había,
como mínimo, unas 5.000 almas, entre ancianos, niños, mujeres, muchas
embarazadas…
Gracias
a Dios nosotros estábamos preparados. Digo preparados porque habíamos cultivado
maíz. Cuando esta gente entró empezamos a formar equipos de nuestra comunidad y
empezamos a recoger maíz, frijoles, arroz, sal… Así pasamos como unos quince
días.
El
Ejército tenía la información de que aquí había una gran cantidad de
guerrilleros, pero, gracias a Dios, quien venía al frente del operativo era el
capitán Mena Sandoval. Realmente nos sorprendió. Había una muchacha que
trabajaba para un coronel que me dijo: «Rezá por tu familia, porque hay una
orden de que en Villa El Rosario no quede ni un perro».
Al
final, gracias a Dios, vino el capitán Mena Sandoval, una persona más o menos
consciente, con principios. Yo recuerdo que, cuando ellos entraron acá, alguien
decía: «Mi capitán, ¿qué pasó con la orden?, mi capitán, ¿qué pasó con la
orden?».
Ignacio
de Jesús García y Elvira Sánchez
Ignacio
En
1970 empezamos a reunirnos clandestinamente. Siempre llegaban el padre Miguel y
los catequistas. Hablábamos del evangelio, pero también de política. Ya
estábamos en una situación en que no teníamos nada. En este tiempo, hasta
cortar un palito era cosa prohibida. Trabajamos juntos la milpa, tres años
estuvimos trabajando así. Cada tres días llegaban al cantón El Progreso la
policía y los orejas. Los orejas
sí que eran malos, sí. Luego ya tuvimos que irnos a dormir al monte, porque
llegaban a las casas a buscarnos.
En
1980 llegaron los soldados; nosotros estábamos bien enojados porque estaban
acosando a la gente. Con solo que un oreja señalara a alguien, ya lo
capturaban. En Torola, aun sin soldados, había matanzas; una vez a 120 mataron,
con los orejas y todo.
Cuando
el operativo de Villa El Rosario, yo me encontré con los soldados. Se habían
perdido y me preguntaron por dónde era que quedaba Villa El Rosario.
Elvira
Los
compas nos dijeron que venía un operativo de tierra arrasada y que
teníamos que salir. Al que se quedara lo iban a matar, así que nos fuimos
todos: mujeres embarazadas, niños… Cantón por cantón iban llegando grupos de
gente a Villa El Rosario, eran miles de personas. Nosotros logramos ubicarnos
en el corredor de una escuela, bien amontonaditos. Recibíamos algo de comida,
pero solo para los niños. La repartían unas señoras de la misma Villa El
Rosario.
Los
soldados tomaron el pueblo de una sola vez. Teníamos un gran miedo porque nos
habían dicho que a toditos nos iban a matar. Nos sacaron a formar a la calle y
dijimos nosotros: «Ahora sí que es para matarnos». También andaban por ahí orejas
que iban señalando a algunos, pero, gracias a Dios, se logró que no los
mataran.
Después
de formar les dijeron a todos que volvieran a las casas, pero nosotros no nos
fuimos porque ya sabíamos que ellos nos mentían, que era para ir a sacarlos de
las casas y luego matarlos. A mucha gente la mataron. Nosotros estuvimos varios
meses en Villa El Rosario después.
El
20 de enero de 1981, a las seis de la mañana, nos echaron otro operativo. Oímos
la gran balacera. Toda Villa El Rosario estaba rodeada de policías de Torola.
Estuvimos desde las seis hasta las doce de la mañana tendidos boca abajo en el
suelo; las viejitas, los niños, las mujeres embarazadas… Nos preguntaban dónde
estaban nuestros maridos y dónde trabajaban, nos decían que nosotras éramos las
que les andábamos llevando la comida…, pero nosotras no les hablábamos nada. Yo
solo les decía de mis hijos, que con ellos no necesitaba tener hombre en la
casa. A las doce, al levantarnos vimos que en la casa de al lado había seis
personas muertas, una mujer y cinco hombres. En total, murieron más de veinte
personas, algunas eran familiares nuestros.
Familia
de Nila: Remigio y Petronila
Remigio
En
la guerra yo me llamaba Remigio. Anduve siete años en la guerra y perdí
a dos hijos. Cuando cayeron mis hijos, yo ya no aguantaba más y pedí permiso al
mando para llevar a mi mujer a Honduras. Ella estaba lisiada y yo quería ir a
dejarla a los campamentos. Me dieron permiso solo para ocho días; me dieron un
papel.
Nos
vinimos el primero de enero. Pasamos el Año Nuevo en San Fernando. Nos llevaron
tamales y pan para que comiéramos. En la noche llegó el «correo»[9]
de Honduras, que se llamaba Felipe. «Mañana nos vamos, te alistas a las cuatro
de la tarde», me dijo.
Caminamos
en lo oscuro, por la noche; aunque uno llevara una buena lámpara, no alumbraba
nadita… Llegamos como a las cuatro de la mañana a los campamentos. Allá la
gente estaba cercada por los militares de Honduras. Al detectar que iba uno de
aquí, lo agarraban. Nadie salía y el que salía, lo capturaban. Capturaron a
tres niños allí.
Al
llegar había unos internacionales. Me preguntaron cómo murieron mis hijos. Me dieron
un carné, ya nadie podía tentar a uno con el carné.
En
el campamento, había un mando y me dijo que me tenía que pasar otra vez a El
Salvador. «Con una condición», le dije, «me das todo lo que me haga falta: dos
pares de zapatos, dos mudadas, dos gorras, dos cobijas y una mochila, pero
grande, para andar toda la ropita de uno».
Pero
luego me dijeron que me tocaba otra misión, «algo peligrosa». «Vas a trabajar
con Felipe, él te va a enseñar todos los caminos», me dijeron. Y así me tocó,
traer y llevar gente para acá y para allá. Pero el mando me quitó las dos
mudadas, las cobijas y la mochila.
Petronila
Chicas
Me
llamo Petronila Chicas. Nací el 5 de septiembre de 1963 en el cantón El Progreso
(Torola). Durante la guerra empecé en la cocina. De ahí me dieron un cursillo
para ser brigadista y di los primeros auxilios a los heridos, pero me hirieron
y regresé a la cocina. Me dieron un balazo en la espalda, que aún me duele para
andar estirada.
Ahorita
una se siente más tranquilo porque ya no oye las balas, pero la miseria es
peor.
Trinidad Orellana
Nací
el 31 de mayo de 1942. Tengo tres hijos. Mi papá era campesino, trabajaba en el
campo. Éramos nueve de familia. En ese tiempo la vida era diferente. Crecimos
en la religiosidad. En Villa El Rosario no había energía eléctrica, no había
transporte, no había nada… Pero éramos felices en ese tiempo.
Mi
papá cuidaba de la iglesia, fue encargado durante un tiempo. Él nos creció así,
conociendo la espiritualidad; tenía libros antiguos y en la noche, con
candiles, nos situaba a todos a su alrededor y nos leía y contaba historias.
Quizás por eso no salimos a estudiar, aunque aquí solo había hasta sexto grado,
no había más.
Por
eso les digo yo que esta guerra sirvió de mucho, porque todos emigramos y
aprovechamos para poner a los hijos a estudiar; la mayoría son profesionales
aquí en este pueblo. Si no hubiera sido así, quizás todos se hubieran quedado
trabajando en el campo.
Cuando
el operativo en Villa El Rosario, en la casa de mi esposo alojamos a bastantes
personas que venían de los cantones. Eran mujeres (algunas habían dado a luz
hacía tres días) y también niños. Cuando venía entrando la tropa, nadie hallaba
qué hacer. Había una señora que tenía tres días de haber dado a luz y tenía dos
varoncitos, como de diez y doce años, y a ellos les perseguía la tropa, ya que
la guerrilla también se los llevaba… ¡Pobre gente!
La
iglesia se llenó por completo. Íbamos grupos de señoras a dejarles comida, pero
solo alcanzaba para un pedazo de tortilla…
Cuando
entró la tropa, los pusieron a todos en fila, a presentarse. ¡Qué cosa tan
terrible!, ¡y más para los hombres! Porque al que no les gustaba o a quien le
ponían el dedo, se lo llevaban.
Yo
recuerdo al capitán Mena. Oí que aquí había tenido lugar su cambio, porque él
venía dispuesto a acabar con todo, pero quizás el Señor lo iluminó, le habló
quizás la voz de Dios y le tocó la conciencia.
Ordenó
que dieran de comer a toda esa gente y después la despacharon, la mandó a que
se fuera para sus lugares… ¿Pero adónde iba a ir esta pobre gente si les habían
quemado los ranchitos y todo? Ellos nos preguntaban adónde iban a ir si les
habían quemado las casas. Pero como eran órdenes… La gente del pueblo ayudamos
y aquí se quedaron, no hubo ningún problema con nosotros.
Noé
Romero
Lo
más triste del operativo para mí fue ver que a los ancianos les daba pena[10]
ir a agarrar la comida donde se estaba dando; no salían de donde estaban
refugiados en la iglesia, no querían salir. Yo me encargaba de observar quién
comía y quién no comía. Yo lo decía y la gente les daba de lo poco que habían
conseguido. Cuando vinieron los oficiales, tuvieron que sacarlos en brazos
porque ellos ya no tenían fuerzas, ya no podían. Estuvieron allí 22 días.
Yo siempre salía para traer cosas y volvía, pero a mí
nunca me pidieron la cédula en el puente del río Torola. El cabo de la Guardia Nacional
en ese tiempo, que se llamaba Pablo Escobar, me mandó decir que yo estaba en
observación, que anduviera con cuidado.
Pero
cuando vino la Policía
de Hacienda me sacaron. Mataron a ocho en una casa. Fue en enero de 1981. Lo
que hicieron con Clementillo fue tremendo: lo amarraron y lo quemaron vivo. Y a
un señor que era de El Progreso, a puros machetazos lo mataron. Él pedía agua,
pero el teniente Grande García le dijo: «No, ya no te podemos dar agua, porque más
tarde te vas a morir».
A
mí me sacaron y Dios escucha, de veras. Me llevaban amarrado manos atrás. Sin
mentir, los cáñamos[11]
me cayeron en las manos y yo los apuñé. Yo saqué un dedo y lo volví a meter. Me
hicieron caminar y más adelante me hicieron parar. Me mandaron sentarme, pero
yo me senté y otra vez volví a sacar el dedo. A mí me cercaban tres hombres en
triángulo; entonces uno me llevó más para abajo y me sacó la cartera. Los otros
dos se quedaron arriba, cubriendo al tercero. Pero entonces pegué tres brincos
y me fui a deshacer la camisa en un palo de caoba; me salía sangre del pecho.
Me enjuté y salí dando vueltas para abajo, por un gran barranco; quedé sentado
en un caminito de animales. De ahí ya no caminé mucho… Ese día hubo dieciséis
muertos. A uno de los muchachos capturados le dijeron que saliera corriendo,
que le daban una oportunidad. Él salió a la carrera, en zigzag. Cuando miró, había
un alambrado, pero se tiró. Le cayó un balazo en el tobillo, pero consiguió
llegar a una quebrada.
Arriesgamos
bastante y pusimos en riesgo la vida. Era tremendo. Yo, finalmente, le dije a
mi esposa que me iba para Estados Unidos, porque tenía a los cinco chamaquitos[12]
y no sabía cuánto iba a durar. Estuve once años sin venir a El Salvador, hasta
que se firmaron los Acuerdos de Paz.
Margarita
Vigil
Ya
después de la muerte de monseñor Romero empezamos a ir a dormir al monte. Mi
marido era jornalero, sacaba mezcal, y nosotros hilábamos con él e íbamos a
vender a Jocoaitique. Y así pasábamos. Yo tenía once niños. Los tres mayores se
organizaron, con el papá. Ellos se iban y no me decían para dónde.
Un
día reunieron a toda la gente en el monte y nos dijeron que íbamos a salir para
Villa El Rosario. Llegamos a una casita en la que vivía un compadre mío. Caían
morteros. Allí vi a un hijo mío; fue la última vez que lo vi.
Llegamos
ya nochecito a Villa El Rosario. Nos reunimos en un caserío y allí amanecimos.
Los morteros ya caían allí, se oían balaceras. Esa noche no dormimos. Al
amanecer esperábamos a que llegaran las tropas y la gente rezaba. A los tres
días repartían hasta carne con tortillas, pero éramos mucha gente.
Estuvimos
allí varios días, en los que no podíamos salir para ningún lado. Un día
vinieron los soldados, que nos daban permiso para ir a lavar a un pocito.
Fuimos con mi mamá. Esa noche había habido una gran balacera; yo vi que cuando
entró la tropa se llevaron a unos hombres; conocía como a siete. Cuando
pasamos, vimos que estaban haciendo un gran hoyo, sería para enterrarlos.
Al
día siguiente de regresar de Villa El Rosario atacaron los paramilitares.
Entonces fue cuando hallaron a mi mamá. A mí no me hallaron porque estaba en
otra casa. Un primo hermano mío, Mariano Ortiz, fue quien mató a mi mamá. Le
pegó dos balazos en el estómago y la ahorcó. Yo oí los disparos. Hasta la
mañanita no pudimos ir a por ella.
A
los ocho días, una señora me dijo que venían los cuilios.[13]
Me pusieron sentada en el suelo, con una niña a cada lado, y me dijeron que me
iban a matar porque habían aparecido varios muertos y habían sido los
guerrilleros. «Vos tenés tu esposo guerrillero, tus dos hijos guerrilleros y
tus dos hermanos guerrilleros», me dijo. «Yo no tengo hijos», le dije yo. Sentí
el soldado que se vino y me dio la patada en la boca. Me quebró un diente. A la
dueña de la casa la llevaban amarrada. Yo vi cómo la estaban colgando en un
palo. Me quitaron a una niña, a la otra me la llevé agarrada de la mano. Me
llevaron arrastrando.
Llegamos
donde estaba la señora muerta. Había como 25 hombres. Dijo uno: «A esta señora
no la maten, muchos niños lloran por ella». El mismo hombre que mató a mi mamá
me iba a matar a mí también. «Mirá —me dijo—, te voy a soltar pero te vas a ir
para Torola». […]
Nosotros
salimos para Colomoncagua, pero mis dos hijos varones se quedaron aquí.
Murieron en 1984. El primero tenía 22 años. Hasta hoy en este día no he podido
saber dónde quedaron. Murieron mis dos hermanos también. Tampoco sé dónde quedaron.
Tengo,
además, una hermana que desde 1980 no he vuelto a ver. Llegó a Colomoncagua con
dos niños pero no nos vimos allá. Es la única hermana que tengo, pero no sé si
estará viva.
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